viernes, 31 de diciembre de 2010

El trueno que descolgó a la ardilla (Germán Uribe)

EL TRUENO QUE DESCOLGÓ
A LA ARDILLA


En recuerdo de mi padre.

Tú, Mardoco, allá en el café, alcanzaste a percibir durante tus últimos minutos de vida que el rumor tenue de las voces cruzadas formaban entre sí un silencio extraño y transparente. Se te ocurrió entonces, caprichosamente, que aquello era como una exhortación al amor y a la paz en aquel momento tan necesarios y fascinantes como a veces solemos catalogar aquellos recuerdos exultantes que de repente atrapamos ansiosos desde la olorosa evocación del perfume de la mujer amada. Pero también te percataste, racionalmente, que para saberse vivo y pleno allí, rodeado de deseos y nostalgias, tenías que emplearte a fondo, ser consciente de que estabas sentado sólo en una mesa del café Quindío y admitir sereno que tendrías que esforzarte para no ver en aquella aparente paz y en esa rumorosa tranquilidad de rutina, más que la simple superficie transitoria de la vida.
Tu mirada neutra se deslizó por entre  la temblorosa luz que se regaba por todos los rincones del café hasta posarse, lacrimosa ahora, en la imaginable hediondez del inodoro, que por un instante pareció devolverte, desde sus vapores fétidos, la cruda figura de un fantasma, pese a que tú ya sabías que  los fantasmas son invisibles no porque sean transparentes sino porque los llevamos adentro.
Tú, Mardoco, acababas de cumplir cincuenta y un años y eras alto y robusto y cejudo y por añadidura te preciabas de hablarte legitimado desde la severidad y el rigor de tu vida. Te tomaste una taza de tinto, y al momento, no bien terminados los apurados sorbos, con la habilidad del oficiante vicioso que no perdona retrasos, diste dos cortos pero agudos golpes que reclamaban por una nueva taza. Corregiste la posición de tu silla y la acercaste un poco más a la  mesa. Descargaste tu alunada cara sobre tus manos, tus manos sobre tus brazos, apoyaste luego tus brazos sobre tus codos y los codos sobre la espuma aún húmeda de una cerveza derramada que casi desbordaba la mesa.
Dantón, tu verdugo - tú no tenías por qué  saberlo - entretanto, bajó la cabeza, miró el piso por entre las mesas, tornó su cuerpo en un rápido giro hacia la barra, empujó con ademanes breves el alto butaco colocado muy cerca de la greca, de la que emanaba un perfume neto de café, y se sentó.
El, Dantón, tu verdugo, era un hombre bajito, delgado e imberbe. Tozudo como un dolor de muelas. Soltero y huérfano de prole. Es decir, no tenía como tú por qué ni por quién preocuparse. Su aspecto de plomero desempleado le difundía además un aire mezquino e indolente. Se bebió su cerveza de un solo sorbo. Observó desde su pináculo, con vista grave, todo el panorama del café hasta su más impotente y perdido rincón. Te miró. Advirtió, divisando las dos grandes puertas de acceso, que sus rejas sólo estaban levantadas a medias, que había mucha gente, que el bullicio parejo sería su aliado. Vio también que a la rocola le acababan de comenzar a romper sus riñones a punta de monedas y que tú, Mardoco, estabas solo allí, tomándote un tinto y como metido en la meditación, quizás premonizándote.
Tú, al tiempo, también pensabas como pensamos todos cuando escribimos o leemos esto. Pensabas que todos los hombres, irremediablemente tenemos un destino. Que para Dantón, tu destino, Mardoco, sería quizás tan sólo ser ese curioso elegido que la vida arrastraba a la condena, hasta el punto de comprenderse la evidencia de tu muerte segura por la mirada opresiva y sepulcral que él descargaba sobre ti. Levantaste entonces de pronto los ojos y advertiste arriba, colgado a la pared, un grabado antiguo y desteñido, probablemente alemán, que representaba a una ardilla suspendida de la rama de un abeto haciendo grandes esfuerzos para no caer del árbol, es decir, pensaste, para que alguien se interesara en ella. Era una ardilla sola y en peligro, como tú. Dantón en ese mismo instante, con una vaga sonrisa cínica que le cortaba en dos su cara de asesino, estiró la mano y la metió al bolsillo mientras te reiteraba a un mismo tiempo su mirada opresiva y sepulcral. Era la mirada del destino con el nombre de Dantón.
Tú te quedaste mudo mirando el grabado. Pensabas en la ardilla, en su temor paralizante a no ser vista y auxiliada - a veces los otros con su mirada no sólo nos condenan, también pueden salvarnos -, en todo el limpio espanto de sus ojitos que ahora te parecieron, como los tuyos, averrugaditos y saltones. Cuando en ese instante, en el preciso instante del trueno, sentiste que se te escapaba la vista, te doblaste sobre la mesa y te desplomaste inerte.
Acababas de sentir un soplo ronco que no alcanzaste a saber de dónde provenía pero que de seguro tú ya te habías premonizado, tú ya habías averiguado que se trataba del ineluctable último trueno del destino.
Entonces todos allí, apesadumbrados, vimos también cómo se descolgaba del indefenso cuadro la pequeña ardilla.
 
Bogotá, 1982.

(Germán Uribe. Escritor colombiano. Wikipedia . Blog personal  . Relato publicado en Cuentos Globales en 1997)

jueves, 30 de diciembre de 2010

El tiempo no existe

Si el tiempo no existe no debe ser cierta la máxima de que cualquier tiempo pasado fue mejor. Así que despojaremos a este blog que comienza de cualquier atributo temporal, de anclajes en el pasado o proyecciones en el futuro, mezclaremos todo del modo en que los pensamientos se mezclan en nuestros sueños, donde todo es instante, presente en estado puro.
Y así bucearemos en textos publicados en la revista que desde 1997 al 2000 editamos un grupo de amigos, en los inicios de Internet, y que además de consumir casi la totalidad de nuestro tiempo libre sirvió para que cientos de autores de todo el mundo ofrecieran gratuitamente sus obras con la única finalidad de compartir palabras, historias e imaginación. Cultura no profesionalizada y gratuita, esa que parece que se muere si no es amarrada por los cánones y las leyes.
Y supongo que sin orden ni concierto se entrecruzarán con textos posteriores, incluso con palabras aún no escritas.
Dejaremos que fluya, sin mas pretensiones que la de poder disfrutar recuperando viejos hábitos, escribir, leer, compartir.
O tal vez nada de eso, el tiempo, que no existe, lo dirá o callará para siempre.