domingo, 23 de enero de 2011

Gómez y señora (Gabriel Trinidad Ruiz)

Gómez es un individuo retraído y delgaducho que sería moreno si sobre su cabeza quedara algún vestigio de cabello. Frente a su galopante miopía se proyectan dos gruesas lentes redondeadas que asientan, unidas por el yugo de una montura metálica, sobre la protruyente base de su apéndice nasal y hunden en sus ojos saltones cuando mira de frente. Para disimulo y encubrimiento del ausente entramado capilar, gusta vestir un singular bombín, a juego con los lustrosos zapatos que obtuvo por el mismo precio cuando adquirió el traje gris oscuro que suele lucir los martes, día de pago en la fábrica de calcetines en la que trabaja como supervisor del elástico.
A lo largo de los cincuenta y tres años que contempla en el espejo cuando se afeita cada mañana, Gómez ha hecho de todo antes de conseguir su actual empleo, desde doblar pañuelos de papel para su posterior empaquetado, hasta peinar caniches en la pajarería del centro comercial.
Precisamente fue en uno de sus innumerables trabajos donde conoció a la que tres años después se convertiría en su esposa. Entonces tenían ambos treinta y pocos años y habían sido contratados por una empresa autónoma dedicada a la promoción de los juegos de azar y en cuyo local se servían licores de fabricación propia. Es decir, trabajaban en un casino ilegal que albergaba, ocultaba y explotaba un alambique clandestino.
Por supuesto, ni Gómez ni su futura tenían conocimiento de los detalles financieros de su patrón, y eso fue precisamente lo que les libró de ingresar por unos años en la reserva inactiva presidiaria. Desde entonces, al principio para no violar la condicional, Gómez y señora han trabajado siempre alejados de los flexibles límites de la ilegalidad, y sus únicos contactos con el mundo carcelario se han reducido a varias visitas, repartidas en los primeros años, a su arruinado ex-jefe para consolarle por la injusta y amarga privación de su libertad.
La señora de Gómez es una rubia que habría preferido ser explosiva en lugar de escuálido palo de fregona pero que, en su juventud, tuvo cierto éxito entre las verdes hordas de infelices que salían los fines de semana de la base militar próxima a su casa. En la actualidad, se encuentra entregada por completo a las ingratas labores domésticas, aunque aún tiene tiempo para compaginar su duro trabajo con el visionado para su estudio con fines no comerciales de teleseries y concursos matinales.
Ciertamente Gómez y señora forman una peculiar pareja que en ningún momento ha dejado caer su matrimonio en la rutinaria monotonía. De hecho, desde que el día de su boda descubrieron el uno del otro la existencia de un secreto, no han cejado un instante en el intento de descubrirse mutuamente.
Todo empezó como digo la noche de bodas, cuando, entre los jadeantes y apresurados comentarios propios de la intimidad marital, Gómez pronunció entrecortadamente un nombre: Helga... Lo cierto es que el hecho en sí no parece en realidad revestir la menor gravedad, y en principio no lo haría si no fuera porque el verdadero nombre de la reciente señora de Gómez era y sigue siendo Saturnina, apelativo por cierto que, aparte de no parecerse en absoluto al desafortunadamente pronunciado, era de sobra conocido por el incauto marido.
Antes incluso de darse cuenta del error cometido, Gómez se encontraba ya, los dientes en la moqueta, comprobando de cerca la integridad de la suela del nupcial zapato derecho. Cuando quiso levantarse para realizar un heroico intento explicativo que pudiera salvar sus maltrechos huesos de más golpes, recibió en el generoso blanco que su nariz ofrece, el impacto súbito del bolso de su señora, extraído a tal efecto por la misma de la maleta y descargado con destreza a modo de mortífero proyectil contra su cara.
Dos horas después, Gómez despertó aún asustado en la ruidosa soledad de una sala de urgencias, con una gruesa venda sobre su dolor de cabeza y la convicción de que su mujer había tenido éxito en su intento de enviudar prematura y violentamente.
Sin embargo, la espantosa visión de la todavía señora de Gómez, aún enfundada en el traje de novia y con el rostro congestionado por las lágrimas, avanzando a trompicones por el pasillo y blandiendo de nuevo el criminal zapato ensangrentado le arrancó bruscamente de su error apremiándole para emprender una huida que, por otro lado, no le llevó muy lejos. Nada más levantarse con la idea de que su asesina se abalanzaba sobre él, llorando de rabia para rematar su anterior y frustrado asalto, cayó enredado en los cables de su destierro hospitalario, golpeando y perforando en su caída el recipiente de sus recientes residuos líquidos, y hundiéndose en la realidad de su flamante vida conyugal, miserablemente dolorido y cubierto por orina y suero glucosalino.
Aún hubo de transcurrir más de una hora de diplomáticas mediaciones por parte de los médicos, los testigos de la boda e incluso el representante humano de su lazo divino antes de que Gómez consintiera la visita de su mujer, eso sí, bajo la estricta vigilancia del anciano sacerdote.
Tras unos tensos instantes de dubitativo silencio brotaron sin pensar las palabras de disculpa mutua que resonaron en el frío enlosado como fuegos de artificio en nochevieja. Varios minutos después Gómez decidió ejercer el derecho, en favor de su pública y personal salud, de conocer el contenido del bolso asesino que a punto había estado de reorientar su carrera hacia la cría de malvas. Sin embargo, a pesar de que para expresarse tomó una pausa para retener el aliento y el valor necesarios, su respuesta no fue sino la exigencia, por parte de su esposa, de que revelara la identidad de la tal Helga que convirtió la noche de bodas en un drama hospitalario.
Actualmente, después de tantos años y a pesar de que los fallidos y numerosos intentos con los que ambos han pretendido descubrir el secreto del otro han sido llevados a cabo con gran ingenio y a veces valentía, los que conocemos a esta insólita pareja no podemos evitar pensar que en realidad ninguno de los dos desea apagar ya la principal fuente de cohesión que mantiene su convivencia feliz y proporciona un sólido tema de conversación para las tardes bochornosas del verano cuando no hay fútbol ni telenovelas.

* Gabriel Trinidad Ruiz

No hay comentarios:

Publicar un comentario