domingo, 27 de febrero de 2011

Creo que sucedió en mi barrio (Carlos Sánchez Davis)

a Plinio Chahín

El hombre llegó un día del norte. Así lo decidieron en el barrio. Traía unos zapatos cansados que le daban esa peculiar manera de andar, esa sensación de alma en pena. Quizá la monotonía del bar no permitía una consideración particular para nadie. A una primera foto fija de su entrada en escena, volvieron las voces a repetir nombres de cartas y mujeres, ordenes imprecisas que cortaban un aire ya viciado de humo y de recuerdos.

Pidió un tinto y se quedó mirando el vaso como para seducirlo. La luz mortecina del local apenas llegaba a los contornos, el resto había que reconstruirlo con la experiencia.

Muchas veces recordé esa escena, estaba bien registrada en mi memoria. Volví a recordar el aspecto del salón antes de que él hiciera su repentina aparición. El corte de los dos momentos coincidía con una precisión en donde no había saltos, el montaje era perfecto.

Vuelvo otra vez a reconstruir la segunda parte de los acontecimientos sin poder agregar nada nuevo a mis suposiciones, he invertido tantas veces el orden de los sucesos que ya casi no los recuerdo.

Cuál fue la palabra pronunciada que sonó con tanto vigor y que hizo convergir la mirada de todos en un punto ilusorio; por qué el sonido de la palabra tiene un origen incierto, difícil de ubicar en un cuerpo.

Se discutió mucho después, algunos dijeron que no fue sólo un nombre, sino más bien un nombre acompañado pero no de un apellido (versión que otros en cambio sostuvieron) un nombre quizás con un adjetivo agudo y rencoroso.

La verdad es que recién ahora tomo conciencia de lo difícil que se le hace a uno describir con exactitud un hecho y esto me hace pensar siempre en el libro de historia que usé en la secundaria, con esas frases citadas por los hombres ilustres en los momentos más significativos de una batalla o de una debate público. Quién recuerda, recuerda o simplemente inventa o decide o cree o se convence de que ese era el momento oportuno para que el personaje Tal dijera su cosa y se aligerara así la pesadez de los libros de historia.

De hecho, yo no sé si podría confirmar con certeza lo que se dijo.

En un barrio tranquilo como éste, en donde se vive por reflejo lo que sucede más allá de la General Paz, a un tiempo prudencial de los hechos, ser protagonista, causa de una alteración tan significativa como la de invertir el orden tradicional de prioridad, no es cosa muy común.

Por muchos días, qué digo días, meses, en el barrio no se habló de otra cosa. Pasamos a ser primeras figuras en los periódicos y hasta vinieron de la televisión y muchos de nosotros aparecimos en la cajita eléctrica, entre las risas de hilaridad de los parientes y amigos que señalaban con el índice una pantalla excesivamente nerviosa. Por ejemplo, a mí me entrevistaron, me tiraron una luz cegadora sobre la cara y me preguntaron que había visto y oído; no sé si fue a causa de esa luz pero en realidad no recuerdo bien lo que dije, que versión tenía en ese entonces de los hechos.

Me he contado y he contado tantas veces los sucesos que hasta empecé a pensar que yo realmente no los había vivido, no había estado allí cuando sucedieron, que era mi modo de contar la única cosa real que me quedaba.

Me molestaron mucho en la comisaría y eso creo que influyó en mi estado de ánimo y en mi memoria. Sentí que me presionaban tanto, que de alguna manera comencé a sentir que no había sido sólo un espectador de los acontecimientos, sino más bien un cómplice o algo así por el estilo. Lo cierto es que me hicieron volver varias veces, tantas, que al final me acostumbré a repetir las cosas con una cierta seguridad. Y es más: empecé a creer que eran ciertas.

En realidad, no era el único que estaba extraño en el barrio. Discutíamos mucho en el bar, y para Manolo, su dueño, los negocios iban viento en popa. Cuando el hecho se hizo, como dicen, de dominio público, empezaron a llegar forasteros, gente de otros barrios y hasta de la capital, en busca de noticias, de testigos oculares como decían en la comisaría. Y muchos de nosotros recibieron tragos gratis y porqué no decirlo, hasta una cierta notoriedad. Claro la historia de aquel día fue creciendo en detalles, producto de la gran demanda y llegaron a decir que habían sido seis los disparos, dos los muertos y no sé cuantas mentiras más. Después, como siempre sucede, el tiempo fue cicatrizando el interés, y nosotros, sin olvidar, fuimos olvidando.

Ya ni siquiera hablaría de ese hecho, aunque creo que me costaría mucho, si no fuera por eso del revolver con la culata de nácar que terminó rodando entre mis piernas.


(del libro: "Doce cuentos para ser leídos en conchas y voladoras")





* Carlos Sánchez. Escritor Italiano de origen argentino. Letralia.  Poetas del mundo.

miércoles, 23 de febrero de 2011

Álvarez Antivicio (José Manuel Domínguez Valcárcel)

 El inspector Álvarez escarba la cuenca de la nariz con su mano libre del volante, conforma con pericia una pelotilla húmeda y maleable que dispara a través de la ventanilla del vehículo en movimiento. Después pasa la lengua por su dentadura nicotinizada y succiona un trozo de hamburguesa barata del hueco de aquella muela que a veces se manifiesta con improvisadas descarga de puntiagudo dolor. Enciende otro cigarrillo. ¿Qué era lo que podía hacer?. ¿A cuanto estaba el gramo de argamasa para empastes?. ¿A cuanto la topología hurgante de una endodoncia? Todo eran gastos, y ahora la puta entrada del piso..., total para finalizar residiendo en un barrio de quinquis de tercera clase : Chorizos, camellos, timadores de poca monta...    
   Álvarez gateaba treinta días al mes en busca de la papelina de la roñosa nómina que no le llegaba ni para media dosis de vida decente.
   - ¡Qué asco! - Exclama en alto el inspector Álvarez.
   Costaba más la endodoncia de mierda esa que el maravilloso traje guateado color canela al que perseguía desde hacía tiempo como a un fugitivo. Incluso quedaba más vistoso, bonito, acomodado y aparente que el trajinero e invisible relleno de la muela, aunque ésta le recordase vastamente su presencia de cuando en vez.
   Pero, sobre todo, lo que más le jodía era la puta brigada esa de narcóticos. Toda la vida empapelando a traficantes indeseables trajeados al corte de sastres caros, corbatas de sedas, y unos piñones perfectamente alineados en su boca, con empastes de marfil, oro, platino o incrustaciones de diamante. En alguna cavidad de aquellas se almacenaban más metales y piedras preciosas que las que él podría regalarle en una vida de privaciones a su querida parienta.
   Pero el siempre había querido ser policía y estar en el lado malo, que es el del bien.
   - Se político, abogado, carpintero, fontanero... pero por favor... no seas policía como yo.- Le recriminaba su padre de pequeño.
   Sus otros dos hermanos habían hecho caso a los consejos de su padre y ahora no sufrían problemas dentales ni deontológicos.
   Álvarez prosigue con su lengua, a modo de ventosa, sobre aquella cavidad molar, con el fin de limpiarla completamente antes de que la carne se descomponga y sus fauces expelan un olor parecido al de la morgue, otro de los paraísos que había conocido en la brigada.
   - Así es la puta vida. Carroña.
   La muela le avisa de su presencia y en un reflejo autodefensivo Álvarez pega un brinco en el asiento y pisa más el acelerador.
   - ¡Álvarez!, que estamos llegando.- Le avisa su compañero.
   Álvarez, respingando, obedece.
   Su compañero es el inspector Vázquez, dueño de un manoseado traje de rebajas y de una dentadura necrosada.
   El procedimiento era siempre el mismo, se investiga exhaustivamente al sospechoso, se establecían sus relaciones, contactos, amistades, movimientos bancarios, propiedades. Se controlaban sus viajes, se intervenían sus teléfonos, se colocaban micrófonos en su vivienda y cuando, después de mucho tiempo y espera, ya había pruebas suficientes y un alijo de droga acababa de ser interceptado, se caía sobre el sospechoso por sorpresa. Éste normalmente se hallaba a la espera de noticias en una mansión de lujo, y el inspector Álvarez y el inspector Vázquez, perfectamente acompañados por unidades de refuerzo, accedían por las buenas o por las malas a la lujosa vivienda.
   - ¡Quietos todos! ¡Policía!
   Álvarez también filtraba las cintas grabadas en busca de alguna pista. Distinguía perfectamente las pisadas sobre la valiosa alfombra persa de Alcántara, el ruido que hace el whisky gran reserva cuando resbala por las paredes de un vaso, la aspiración de una raya de cocaína, el crujido de la piel noble de los sofás y el roce de la carne dura y joven de la fulana de turno contra el cuerpo del narcotraficante. Conocía a la perfección cada centímetro de sus imponentes casas, los despachos de las sociedades fantasma, el yate y los innumerables coches deportivos de último modelo.
   El sospechoso normalmente estaba medio desnudo porque estaba en la sauna, disfrutando de un baño de espuma o follando con la puta de ese momento, y Álvarez, irremediablemente, encañonaba al sospechoso en pelotas mientras se anudaba una toalla a la cintura.
   - ¿Qué están haciendo? ¿Tienen una orden? ¿Saben quién soy yo?
   El detenido continuaba, sorprendido y con estupor, con aquella sarta de monsergas vanamente intimidatorias.
   - Se han metido en un buen lío, amigos. ¡No me pongan las manos encima! ¡Quiero ver a mi abogado inmediatamente! Esto les va a costar la placa.
   El cogotudo Álvarez contemplaba impasible y con pasmo a aquella especie de pájaro de altos vuelos, divino e intocable, enfundándose torpemente los pantalones : Repeinado, bronceado, musculado, bien follado y cuidado... sin duda se trataba de algún ado mágico, y Álvarez miraba fijamente aquella impresionante dentadura blanca iluminando con reflejos de luz todo el recinto de la maravillosa casa. Es entonces cuando solía acordarse de su muela y extendía su puño, como un mazo, para impactar contra la boca del detenido, silenciándola y desparramando aquella sonrisa blanca por la habitación. Aquel era realmente un momento de dicha y plenitud absoluta, un orgasmo en los nudillos, un balance de cuentas ajustado a cero, un justificante a su ingrata labor en la brigada. Pero aquella actitud le había deparado no pocos problemas, sanciones y quebraderos de cabeza.
   - Es allí.- Señala el inspector Vázquez hacia una lujosa mansión.- Procura no perder los nervios esta vez, Álvarez. Estoy hasta las narices de pagar las consecuencias de tu retorcido genio.
   - No te preocupes
   Pero a Álvarez esta vez la muela le duele más que de costumbre, y espera encontrarse lo más pronto posible con la sonrisa del detenido para paliar de un zarpazo toda su desgracia dental y conseguir un momentáneo, indoloro y celestial momento de felicidad.

*José Manuel Domínguez Valcárcel. Escritor gallego

domingo, 20 de febrero de 2011

Adelita (Imaculada Luna Gallego)

Los días amanecen dispuestos a cualquier catarsis pero ya nos encargamos nosotros de amansarlos, de moldearlos hasta que se introduzcan en las vías rígidas, estrechas y falsas de la normalidad.
Adelita se levanta con ganas de cantar pero se calla para no molestar a su vecino, que duerme hasta las tantas.
Adelita se acuesta con ganas de ser acariciada pero se calla para no molestar a su marido, que duerme desde hace rato.
Yo vivo justo enfrente de Adelita y la veo deshacerse de ganas de vivir todos los días mientras unta la mantequilla en la tostada o pela con ternura una naranja.
Un día la miré cuando me crucé con ella por la calle. Estaba lloviendo y Adelita no estaba llorando, pero lo parecía.
Soy un asesino.
Antes era un fotógrafo pero un día acepté la catarsis y me dejé, por fin, llevar.
Maté a un gato.
El gato de mi vecina Adelita.
Él me lo pidió. Más bien, quiso apostar y yo acepté la apuesta.
Y la gané.
Vino hasta mi ventana cuando yo salía de la ducha y fumaba el primer cigarrillo de la mañana.
Le vi pasar veloz y silencioso. Como un gato. Y al momento volvió a pasearse, esta vez altanero, por el alféizar de la ventana. Movió el rabo en un latigazo,  el pelo levemente erizado, los ojos acuosos y obsesivos.
Hacía fotos a parejas de novios subidos en columpios adornados con flores de tela y hojas de plástico.
Hacía fotos a novios tímidos y a novias desinteresadas.
En aquel entonces ya había sentido alguna vez el deseo de acuchillar un corazón tembloroso y apocado, tan reseco y amargo como el de Adelita.
Podía calmar aquel deseo a base de hamburguesas. Tragaba doce o quince. La carne grasienta, roja y apelmazada aliviaba el incipiente deseo. Llegaba así a la sesión de fotos de la tarde con una cierta calma, la que me proporcionaba el regusto a carnaza que me quedaba entre muelas.
Adelita bajó un día a comprar una barra de pan para la cena. Eran las siete y media de la tarde, una hora tranquila de luz esquiva, hora de merienda tardía y cena temprana. Olía a fuagrás. El gato hizo fu.
Vi a Adelita desde mi ventana. Tenía mucha hambre.
El gato era un gato.
Adelita quería comprar pan y cantar y ser acariciada.
Yo era un asesino y antes fui un fotógrafo.
La luz es muy importante. La luz, la sombra y el color. Intentar que el cutis de la novia no aparezca como es: impuro y grasiento.
Los gatos no deben, no pueden, ganar las apuestas.
Las mujeres no tienen que machacar con ajos su corazón en el mortero.
Desde que maté al gato no he vuelto a comer pero me encanta aspirar el aroma de los guisos y leer libros de cocina.
Frío pimientos verdes y sardinas y me siento junto a la cocina mientras se van recociendo a fuego lento.
El humo aromático y denso entra caliente por mi nariz. Me sacia y me reconforta.
Adelita tampoco puede comerse a su marido, aunque lo desea. Por eso ha aprendido a aspirarlo y él se encuentra cada día más débil, como si se le fuera achicando el alma.
El gato olisquea las mondas de naranja y lame los labios agrietados de Adelita.
Una novia inexpresiva, de pequeña sonrisa, se tapa la barriga puntiaguda con un enorme ramo de azahar.
Mientras hago la foto en el parque irreal del columpio rosa veo pasar a un gato de mentira. El gato me mira, hace una apuesta y corre veloz a refugiarse bajo la falda plumasuave y abultada del traje de novia.
La pequeña sonrisa de la virgen preñada mejora un grado y me obliga a cerrar un punto el diafragma de mi cámara.
La apuesta del gato no me ha pasado inadvertida.
Las sardinas y los pimientos hacen escapar su olor a bocanadas. El humo consistente rebosa mi cocina y se escapa, indiscreto y delator, buscando el cielo recuadrado del patio de vecinos.
Adelita se asoma a esnifar.
Tres gatos nuevos y suaves se alborotan abajo.
Al tiempo que suena el grito de una madre con la cena preparada, Adelita baja a comprar el pan, la novia embarazada pierde a su hijo por una infección de toxoplasmosis y yo lanzo las sardinas, los pimientos y el aceite hirviendo por la ventana.
Tanto aroma y tanto calor para los gatos.
Adelita mojó el pan toda la noche en el caldito de alma de su marido y eso la dejó satisfecha y jugosa. Al marido, muerto.
Bajé para recoger los tres cadáveres de los tres gatos escaldados. Les hice una foto, así que he vuelto a ser fotógrafo.
Como me entró de nuevo el apetito devoré sobre el suelo las sardinas y los pimientos verdes antes de entrar al portal y llamar a la puerta de Adelita feliz sin gato y sin marido.

(Del libro de relatos "Las mujeres no tienen que machacar con ajos su corazón en el mortero")

*Inmaculada Luna Gallego. Web personalReseña biográfica.

viernes, 18 de febrero de 2011

Siete Minutos (Francisco Rodríguez Criado)

La relación con mi primera novia duró 7 semanas, con la segunda 7 días, y con la tercera 7 horas. La primera me dejó porque decía que yo era un irresponsable, la segunda por insensible, y la tercera porque ya eran las  8 de la mañana y a las 9 entraba a trabajar en el Banco (por lo menos ésta tenía un motivo realmente serio). Mi vida sentimental se resumía en 7 semanas, 7 días y 7 horas. No estaba mal. Yo era el hombre de los 3 sietes, el “hombre lejía”, el irresponsable e insensible abandonado por la caprichosa selección de las perfectas e inmaculadas mujeres. Mi relación con el sexo femenino me iba francamente mal (de siete a peor, diría yo). ¿Y si la siguiente me duraba 7 minutos? Entonces me dejaría por eyaculador precoz, y eso es algo que ningún hombre puede permitirse. Recuerdo que en esa época yo atacaba a las chicas con un “te gustaría pasar conmigo 7 minutos de pasión?”. Ellas se reían tontamente, y acto seguido me ignoraban. Yo me entregaba en cuerpo y alma y ellas respondían “no”. Un “no” doloroso, tajante, impúdico, agresivo, irrespetuoso, diferente al “no” inocente que a veces recibes a lo largo de la vida cotidiana. A mí me recordaba  cuando mis padres me daban una negativa ante algunas de mis peticiones. Mi madre me respondía con un “no” seco y cortante, mientras que mi padre lo adornaba con un “cuando seas mayor”. En esos momentos ya era mayor (por lo menos en edad), y las mujeres me respondían “no”. Yo no me sentía demasiado optimista ni contento conmigo mismo. Animado por un amigo, y medio en broma medio en serio, puse un anuncio en la sección “contactos” del periódico: hombre joven, con buena presencia y nivel cultural alto, busca mujer para compartir experiencias apasionantes. Abstenerse mujeres temerosas, poco imaginativas o insensibles. No llamó ninguna (eso me pasa por buscar mujeres que no existen). Pero yo sabía que mi suerte tenía que cambiar. Yo siempre me he considerado un tipo afortunado. Si tienes confianza en ti mismo acabas triunfando. Con esos pensamientos entre en Atic, una discoteca que estaba a dos manzanas de mi casa. Desde la planta de arriba pudimos contemplar mi amigo Antonio y yo a dos hermosas chicas. Bueno, una era hermosa, la otra era eso y mucho más: era una auténtica obra de arte. Me gusta el arte, sobre todo la pintura, y sé reconocer cuando una obra tiene talento y cuando no. Esta tenía dos, uno a la izquierda y otro a la derecha, del mismo tamaño, a la misma altura, con idéntica intensidad, sin mirarse entre sí, como si hubiesen discutido. Pero no eran sus únicas bazas. También tenía un precioso pelo negro y unos increíbles ojos azules. Después de observarla por delante y por detrás llegué a la conclusión de que en ninguna de las paredes de mi casa cuelga algo parecido. Lo único que no me gustaba de ella eran los moscones que tenía alrededor, esos tipos que dan la lata a las chicas para intentar llevárselas a la cama (gente como yo, vamos).
- ¿Quieres que les diga algo?
- Sí. Di a la morena que estoy enamorado de ella.
Mi amigo no se cortó, y en cuanto pudo se lo hizo saber. Ella giró la cabeza hacia donde estaba yo, y durante dos segundos se quedó mirándome. Dos segundos de gloria, de inmortalidad, de divinidad … dos segundos de mearme en los pantalones.
Mi amigo Antonio me hizo señas para que bajara. Yo le miraba desde arriba y sonreía. Como cuando era un crío, e íbamos toda la pandilla a las vaquillas, y saltaban todos; todos menos yo. Yo me reía mientras pensaba que era un maldito cobarde, pero un maldito vivo. Al final salté al ruedo (me refiero en la discoteca), y mi colega me dijo:
- Te voy a presentar a estas chicas.
Yo las saludé con un par de besos. La rubia se llamaba Bea, y Rocío era “la obra de arte”. Lo primero que le dije fue:
- ¿Te gustaría pasar conmigo 7 minutos de auténtica pasión? (Esto es a lo que yo llamo no perder el tiempo).
- ¿Por qué sólo 7 minutos?
Yo me quedé en blanco. Me había acostumbrado al “no” por respuesta, y no estaba preparado para semejantes vicisitudes.
- Porque ando muy mal de tiempo, acerté a decir.
- ¿Y eso?
- Trabajo de lunes a viernes en Correos, por la tarde colaboro en una productora de vídeo, y los sábados por la tarde hago un cursillo intensivo de presentador de televisión. Como verás no me sobra el tiempo.
- No sé que responder (sonriendo).
- Aprovecha. Es la oportunidad de tu vida.
- ¿Seguro? (Ya era carcajeo más que risa).
- ¿Lo dudas?.
- No. Lo que no entiendo es por qué con todas las chicas que hay en este mundo me has elegido a mí para gastar tu glorioso tiempo.
- No te hagas falsas ideas. Todas las noches se lo pregunto a más de veinte chicas.
- ¿Y qué te responden?
- Pues la verdad es que no colaboran lo mas mínimo. Creo que todas las mujeres de este mundo han maquinado un complot en contra mía.
Ella continuaba riéndose, y yo no sabía si eso era bueno o malo. Durante unos minutos no dejé de decir tonterías, y ella no tardó mucho en preguntarme:
- ¿Me invitas a algo?.
- De acuerdo. ¿Qué te pido?, dije yo haciendo intención de ir hacia la barra.
Ella me miró a los ojos, y me dijo sensualmente:
- 7 minutos de pasión, por favor.
En ese momento me sentí paralizado. Miré a la barra y vi al camarero, un tipo alto con pelo largo y rubio y unos brazos enormes. Como le pida a éste “7 minutos de pasión”, se le pueden cruzar los cables y partirme la cara, pensé yo. Decidí que lo mejor era jugar el papel de triunfador. Le agarré la mano, y cruzamos la pista en dirección a la salida. Eramos Harrison Ford y Alisson Doody en Indiana Jones, atravesando la jungla, con el mismo calor, con las mismas moscas, con las mismas fieras acechando la codiciada presa. Cuando salimos la besé, y la volví a coger de la mano, y aceleramos el paso. Yo estaba encantado. Rocío era una chica de película, con títulos de créditos y banda sonora incorporados. Los dos subimos acelerados a mi apartamento, como si tuviéramos miedo a no llegar antes de que se acabase la película. No encendí la luz del salón, ni le ofrecí una copa, ni le enseñé los cuadros. Cuando aprieta, aprieta; no se puede perder el tiempo con estupideces. El sexo tiene que ser algo tan urgente y expeditivo como ir al Baño cuando te entran retortijones de estómago. En esos momentos es lo más importante, lo único, diría yo. El mayor problema con “7 meses” era su falta de pasión. Cuando nos poníamos en acción y le empezaba a bajar las bragas me decía “espera un momento”, y se levantaba para ir a la cocina, de donde traía una vela que encendía, y a continuación apagaba la luz. Volvíamos a la acción, y cuando la cosa se volvía a poner caliente, se levantaba otra vez para encender el aire acondicionado, o bajar la música, o subirla, o bajar las persianas. Así una y otra vez. Yo creo que conmigo nunca llegó al orgasmo, y a veces me resulta increíble que llegara yo. Con “7 horas” fue diferente. Digamos que con ella todo fue una diarrea sexual de principio a fin.
Pero Rocío era pasional. Cuando llegamos a la habitación, no dijo nada sobre velas, ni música, ni aire acondicionado. Sólo puso una condición, justo cuando acabábamos de desnudarnos.
- ¿No falta algo?
- ¿Qué?
- El despertador.
- ¿Te vas a quedar a dormir aquí?
- No. Me refiero a que quiero que lo programes para que suene dentro de 7 minutos. ¿No recuerdas?
Sorprendido le hice caso… y el amor. Recorrí su cuerpo con mis manos de arriba a abajo, saboreando el “sí” que durante tanto tiempo me fue negado, recreándome en mi nueva obra de arte, caliente, frágil, tierna, humana. Puse todo mi corazón en ello; toda esa ternura que tenía almacenada fue brotando de mí, suavemente, sin prisas, sin agobios, sin pausas. Durante más de media hora coqueteé con su divina perfección mientras el impertinente pitido del despertador no cesaba de sonar, como queriendo participar del amoroso juego. Luego se cansó y prefirió quedarse callado, contemplándonos con una sana envidia. Minutos más tarde me agarré a ella como se aferra un náufrago a una tabla de madera, esperando no hundirse. Me gustaba besar esos bonitos labios que no pronunciaron esa palabra de dos letras que le hacen sentir a un hombre un ser diminuto.
Más  tarde, en la bañera:
- ¿Que impresión te di en el primer instante?
- Que eras un estúpido.
- ¿Y después?.
- Que eras uno de los hombres mas guapos que he visto nunca.
- ¿Y ahora?.
- Ahora pienso que eres el estúpido más guapo que he visto en mi vida.
Me dio un beso muy tierno, y en ese justo momento pense que “7 minutos” era la mujer de mi vida.
Horas más tarde se marchó. La despedí con un beso, y cuando se marchaba escaleras abajo la llamé, y entré corriendo en mi habitación, de donde cogí un libro que se llamaba “Cómo elegir al perfecto marido”, escrito por dos psicólogos norteamericanos.
- ¿Y esto?.
- Léelo. Te gustará.
 Me guiñó un ojo y se fue. ¿Volveré a verla?. ¿Habrá sido esta la primera y última noche?. No lo sabía. Lo que sí  sabía es que en la subasta del amor las obras de arte no se compran con dinero. ¡Ojalá!. Durante una semana no hacía otra cosa que pensar en ella. Esa inquietud de no saber si volvería a verla me agobiaba, y me gustaba al mismo tiempo. Una semana sin concentrarme, de dudas, de espera. Quizás fuese un estúpido y un insensible, pero siempre he tenido muy claro que mi felicidad tiene que estar ligada a una mujer; un hombre solo no puede ser feliz desde mi punto de vista. Por suerte llamó al portero automático. Venía a devolverme el libro.
- Sube.
- De acuerdo. 5 minutos y me voy. Subió. Me besó. Me devolvió el libro, y la vida. Esa noche la volvió a pasar en mi cama. Parecía demasiado sencillo: una llamada al portero automático, le abro la puerta y sube. Hasta ese momento el procedimiento es el mismo que cuando te traen una pizza. (Esta era la mejor pizza que he comido nunca).
- ¿Te ha gustado el libro?.
- Sí. Mucho.
- ¿Qué es lo que más te ha atraído de él?.
- El dueño.
A continuación se deslizó bajo las sábanas hasta que llegó a las yemas de mis dedos, a los que besó uno a uno (inteligente y larga nuestra conversación de Literatura). Empezó a subir lentamente jugueteando con los pelos de mis piernas mientras me miraba con cara de cordero degollado. Apoyó su cabeza sobre mi estómago, mientras yo acariciaba su pelo con mis manos, sin hablar, sin mirarnos, sólo sintiendo. Ella se quedó dormida mientras yo pensaba que no de no haber ido a mi casa, en ese momento estaría en alguna discoteca, atrincherado por la multitud, aturdido por el volumen de la música, desolado por el rechazo de mis veinte mujeres diarias, o nocturnas más bien. Me encontraba feliz por haber conseguido eludir mi condición de moscón. Por eso, y por todo. Esa noche cuando se marchaba le di el “So natural” de Lisa Stanfield”. Lo cogió mientras me miraba con cara extrañada. La tercera noche le di “El perfume” de Patrick Suskind. Cada noche le daba algo diferente, y ella siempre me lo devolvía la siguiente vez que nos veíamos.
- ¿Por qué haces eso?.
- No lo sé.
- No mientas.
- De acuerdo, te diré la verdad. La primera noche que subiste a mi casa pensé que sería la última, y quería que tuvieras un recuerdo mío. Todavía sigo pensando que cada vez que te vas puede que sea la última noche que pasamos juntos.
Ella me miró tiernamente. No dijo nada. Supongo que en cierta manera ratificó esa idea que tenía de mí de persona débil. Durante mucho tiempo la seguí despidiendo con algunas de mis pertenencias, esperando que tarde o temprano se quedara con alguna. Semejante felicidad no puede durar toda la vida; no es que sea pesimista, sino realista. Paulatinamente sentí un cambio en mi interior. Nunca le dije que estaba enamorado de ella, aunque no hacía falta. Yo le di lo mejor de mí. Sin proponérselo supo arrancarme tan bonitos sentimientos que ni siquiera yo sabía que tenía, y se los entregué sin pedir nada a cambio. Me gustaba pasar horas y horas observándola. Era mi entretenimiento preferido. Y también me gustaba acariciarla, y tocar su sedoso pelo, y cogerle la mano, y olerla, y oír su delicada voz, y sobre todo, sentir, sentir su calor. Calor. Eso era ella, una chimenea de calor en un mundo frío, muy frío, helado. ¿Dónde estaba ella durante mis noches de soledad?. ¿Por qué tardó tanto en abrazarme, en darme esa dulzura que yo necesitaba?. Ojalá pudiera prolongar esa llama por mucho tiempo, por toda la vida. Por ello hubiera empeñado mis libros, mis discos, mi casa, mi perro, mi trabajo. 7 minutos me hizo ver lo bonito que puede ser la vida si la compartes con la persona que amas. Llegué a sentir pena de mí mismo cuando descubrí lo vacía que había sido mi existencia antes de conocerla. Entonces comprendí el significado de palabras como “insensible”, “estúpido”, “irresponsable” y la trágica soledad que significa no estar enamorado. ¿Y ella?. ¿Qué sentía?. ¿Qué aprendió?. ¿Que quería de mí?. ¿Sería el destino tan poco ético de hacer que yo perdiera la cabeza por alguien que no me correspondía?. Maldita sea la irresponsable decisión de quien creó este mundo de hacer del amor un sentimiento tan bonito y necesario como efímero. Y maldita sea la difícil carrera de obstáculos que tiene que saltar un hombre para encontrar a la mujer de su vida, y que esta misma mujer le encuentre a él. En este caso su belleza era el mayor obstáculo. Al principio salíamos al cine, al teatro, a las discotecas. Yo tenía asumido que la cosa no iba a durar mucho, y disfrutaba de la compañía de semejante belleza. Me sentía orgulloso cuando mis amigos ensalzaban sus encantos. Yo siempre he tenido fama de hombre atractivo, pero mi agradable físico  quedó eclipsado por su espectacular fisonomía. Tan espectacular como las Cataratas del Niágara, como la Estatua de la Libertad, como el gol de Maradona a Inglaterra en el Mundial de Méjico; tan espectacular como para hacerme sentir un monigote a su lado. Durante mucho tiempo soñé con salir con alguien así y cuando lo había conseguido no podía asimilarlo. Parecerá una tontería, pero una vez alcanzado el éxito me atormentaba no ser capaz de mantenerlo. Sufría viendo los lascivos rostros de cientos, miles, millones de hombres deseosos de arrebatarme a mi chica. Cada vez que les veía a ellos me veía a mí mismo antes de conocerla. Después de 8 meses saliendo con ella empezaba a sentir el legítimo derecho a considerarla como algo mío. Yo hubiera firmado gustosamente que 7 minutos no fuese tan bella, tan observada, tan deseada, a cambio de cierta sensación de estabilidad. Me había enamorada locamente de ella, de su personalidad, de su frescura y calor al mismo tiempo. Empecé a sentirme más a gusto cuando quedábamos directamente en mi casa. Durante varios meses, a diario, la pizza de la pasión llamaba al timbre de mi casa, caliente, tierna, apetitosa, dispuesta a ser comida. Allí encontré la felicidad horizontal en un paraíso de 1.80 por 1.20. Pero lo bueno no dura eternamente. Una noche me dio plantón en un pub donde habíamos quedado. Al parecer se había puesto enferma. Empecé a notar paulatinamente que algo empezaba a fallar. No sabía qué, pues tampoco ella era una persona de muchas palabras. Su segunda ausencia se produjo a los 15 días. Esta vez se había equivocado de sitio. Y dos días más tarde prefirió quedarse en casa preparando el examen del Carnet de Conducir. Como ya tenía la mosca detrás de la oreja, decidí llamar a su casa para comprobar si era verdad que estaba allí. Llamé a las 11 y no estaba. Y a las 11.30. Y a las 12. Y a la 1. Y tampoco cogió nadie el teléfono. Así que la esperé en la puerta de su casa, y alrededor de las 3 un coche se detuvo enfrente de mí. En el interior de él pude ver claramente a 7 minutos y un tipo que yo no conocía. Durante media hora estuvieron besándose. Yo no sabía cómo reaccionar, si montar el numerito o irme para casa. Al final ella se bajó del coche y entró en el portal, no sin antes despedirse de él con un saludo. Decidí darme un lento paseo para casa saboreando la amargura de un fin esperado, deseando no volver a verla. Pero se presentó en mi casa al día siguiente; había estado estudiando mucho la noche anterior (al parecer ahora se le llama así). En más de una ocasión me entraron ganas de descubrirla y decirle “cuatro cositas”, pero por otra parte no estaba preparado para vivir sin ella. Hay momentos en que es mejor estar mal acompañado que solo. Y durante un mes estuve conviviendo con la mentira, la hipocresía, el egoísmo, y lo que es peor, durmiendo con ellos. Después de algunas indagaciones, personas más o menos allegadas me chivaron que llevaba con ese tipo más de dos meses. Supongo que lo que le gustaba de él es que le permitiría compartir su belleza con el mundo, y quién sabe, quizás incluso le gustaría exhibirla. No lo sé, porque tampoco hablé con ella; no quería perder el tiempo. No conozco a una mujer que no le eche la culpa de sus infidelidades a su pareja. Me hubiera dicho que era demasiado bueno o demasiado malo, demasiado alegre o demasiado serio, demasiado esto o demasiado lo otro. Ese es el problema de los hombres, que somos demasiados. La mejor forma de cortar fue enfriar la relación. Falta de interés por mi parte, y otro tanto por la suya, y todo hecho. Durante tres meses pasé mañana y noche pensando qué había hecho mal. Después caí en la cuenta de que el único error que cometí (que no es poco) fue enamorarme.
Pero la vida no se detiene y a veces te trae sorpresas. Encontré un trabajo en la televisión local, dando las noticias. No era gran cosa, pero me sentí liberado cuando dejé mi rutinario trabajo de Correos. Empecé a sentir el significado de una palabra hasta ese momento desconocida para mí, “fama”. Yo no era Robert de Niro o Bill Cosby, pero mi rostro empezó a ganar popularidad, y con el paso del tiempo pasé a presentar programas de cada vez mayor duración. Mi estancia en la televisión me sirvió para darme cuenta de lo falsa que es la sociedad. A partir de ese momento todos mis defectos se convirtieron en virtudes, y me salieron amigos hasta debajo de las piedras. Y mujeres. Ya no tenía que preocuparme de conquistarlas, eran ellas quienes venían a mí, esperando compartir la fama, aspirar a ella, acostarse con ella. Yo por supuesto, no decía que no. No estaba dispuesto a renunciar a la etapa más loca de mi vida. Jamás me había imaginado que yo pudiese ser semejante Casanova. Estuve con toda clase de mujeres: jóvenes, maduras, rubias, morenas, pelirrojas, blancas, negras, de fresa, de limón, de chocolate. Todas se iban contentas, felices diría yo, de haber estado con alguien medianamente popular. Seguro que la mayoría no tardaban ni 24 horas en contárselo a sus amigas (a los maridos e hijos no creo, estaría feo). Es gracioso lo cerca que puede pasar un hombre del más absoluto anonimato a ser un sex- simbol. Por eso me río cuando sondean a las mujeres sobre su hombre perfecto. Al parecer buscan sinceridad, ternura, atención, fidelidad. No conozco ningún actor, deportista de elite o millonario que no reúna esas condiciones. Pero esa hipocresía de las mujeres me encantaba, sobre todo si las llevaba a mi cama. Muchas de ellas me decían si yo sentía algo. Por supuesto que sentía algo: agujetas. No es broma. El que nunca haya tenido agujetas en la cama no sabe lo que es hacer el amor. Llegué incluso a comentarle al médico de la compañía, que es amigo mío, que me diera de baja por unos días.
- ¿Por qué, qué te ocurre?.
- Agujetas. Me están matando.
- Eso no es motivo para darte de baja.
El que sabría; como estaba casado, ya se sabe, una vez a la semana si hay suerte. Yo creo que muchos matrimonios apuntan en su subconsciente las labores de la casa: de lunes a viernes llevar los niños al colegio, sábado por la mañana cortar el césped, por la noche hacer el amor, domingo ir al fútbol. Y me parece bien, porque son actividades demasiado importantes en la vida como para olvidarlas (me refiero a cortar el césped e ir al fútbol).
Jamás había tenido yo un comportamiento tan pasota como en esa época. Aún la recuerdo con cierta nostalgia. Yo vivía con mi amigo Carlos en una casa de dos plantas. A veces me viene a la mente la imagen de Fabio, un italiano amigo de Carlos que vino a pasar 3 semanas y al final se quedó 2 meses. Como no teníamos habitación para él, tenía que dormir en el sofá del comedor. Era un tipo agradable y simpático. Me gustaba oírle chapurrear en español, pero lo que más gracia me hacia de él era la cara que ponía cada noche cuando yo abría la puerta del comedor, siempre acompañado de una chica diferente, para darle las buenas noches antes de irme a la cama (no solo, por supuesto). La casa era toda de madera, y al parecer el movimiento de la cama se oía abajo. Cada mañana me despedía de él antes de ir al trabajo. Apenas intercambiábamos palabra alguna, pero su gesto lo decía todos. Apostaría que noche tras noche se hacía siempre la misma pregunta: ¿cómo lo hace para tener tanto éxito?. Creo que él también recordará esa época que pasó en España con mucho cariño (aunque me da la sensación que él no hizo demasiado ruido en el comedor). El único problema de esa etapa fue ese hábito que cogí de beber. Al principio me tomaba dos copas por noche, luego tres, y más tarde pasé a cuatro. Ultimamente perdía la cuenta, y la cabeza. Trabajo, copas y mujeres; esa era mi vida, loca y desenfrenada, pero genuina. Por aquellos entonces ni siquiera me paraba a pensar que algún día todo cambiaría. Pero el destino se encargó de recordármelo. Y no se le ocurrió mejor fecha que la noche en que el Real Madrid le ganó la final de la Copa de Europa a la  Juventus. Yo había bebido más de la cuenta, y cinco minutos después de que se acabara el partido me enzarcé en una pelea con otro individuo en la misma puerta del pub donde había visto el partido. Acabé en Urgencias, con una brecha en un brazo y un diente menos. A la mañana siguiente, antes de que me diera tiempo a recuperarme, recibí una llamada telefónica de mi madre. Colgué el teléfono. Me tumbé en la cama, sintiéndome vencido, y lo que es peor, sintiéndome muerto. De nuevo desolado, aplastado, sin vida, con frío. Dos días más tarde, una misa de media hora y un corto recorrido andando para estar en el momento del adiós me bastó para saber que mi vida debía de dar un giro radical. Se lo prometí a mi padre antes de “su último viaje”. He pasado etapas mejores o peores, pero nunca me he sentido tan perdido como en ese momento. No volví a trabajar en televisión; no me veía con la suficiente entereza. Me encerré en mi habitación, de la que apenas salía en todo el día. Me dediqué a pintar, mañana y noche, buscando una soledad que siempre había intentado evitar. Cualquier contacto con otras personas me horrorizaba y no imaginaba mejor compañía que la de mis propios cuadros, y si no fuera por ellos, creo que nunca hubiera escapado de ese pozo. Pero poco a poco empecé a salir de casa, tímidamente, y me permití el lujo de pasear, observar, oír, desear. Como uno más. Dispuesto y preparado para decir “presente” cuando la vida pasara lista cada mañana, con todos los deberes hechos, esperando aprobar y ser readmitido, con exámenes parciales día a día. Creo que alcancé cierta madurez que me ayudó mucho. Ahora puedo asegurar que “madurez” es el estado al que llega el hombre cuando se conforma con dormir, sin soñar. He vuelto a mi antiguo trabajo de Correos, del cual no debí haber salido nunca. Leo, estudio, escribo, y sigo pintando. E incluso he recobrado una cierta cordura, la de los cobardes, la  misma que me impedía corretear ante las vaquillas cuando era un crío. Me basta con observar cómo lo hacen los demás, aquellos que aún tengan fuerzas para ello. Yo prefiero reservar las pocas que aún me quedan, suficientes para soportar mi rutinaria vida y no pedir nada a cambio; tan sólo conservar mi trabajo de lunes a viernes, salir el sábado con los amigos a tomar una copa, e imaginar. Imaginar que aún hay una parte de mí que se rebela, que quiere luchar, que no tiene miedo, que está dispuesta a levantarse una y otra vez … que quiere reconvertirme en un estúpido irresponsable e insensible esperando una mujer que me libere del frío que me aprisiona, deseando que me engañe y me haga creer durante 7 minutos que aún estoy vivo.
¿Es mucho pedir?

* Francisco Rodríguez Criado. Escritor Extremeño. Web Personal . El Periódico de Extremadura.


martes, 15 de febrero de 2011

Libro de Reclamaciones (Francisco Pérez Gandul)

.
"Le exijo que me dé el libro de reclamaciones, y si no lo hace me iré al juzgado y allí nos veremos la caras, no hay derecho, oiga, a este trato, yo estaba tan tranquilo en esa cola, con mi periódico, con mi rutina en el pensamiento, que el examen del niño, que si el carburador del coche, que si el vencimiento del impuesto municipal, muy tranquilo, oiga, cierto que muy gris todo, porque el color sabe, sólo aparece de vez en vez y no siempre con las tonalidades que me gustan, algo cálido, pastel le dicen, creo, bueno, pues asi, y allí estaba yo, haciendo cola como todo el mundo, pidiéndole, siempre con educación, ¡eh!, a algún descarado que no corriera tanto y que respetase el turno de cada uno, como el de la señora que estaba delante, sabe, morena, menuda, no tenía malas carnes aunque se veía que no prietas, lo que menos me gustaba de ella era que fumaba mucho, y me echaba el humo en la cara, por qué será que siempre el humo le llega a quien no le gusta, a quien le repele, te pongas donde te pongas siempre se va hacia la nariz menos tolerante y empiezan a hacer gestos y tienes que apagar el cigarrillo y encima te fulminan con la mirada, pues ella venga a fumar y el humo para mi, al señor calvo que estaba detrás ni le rozaba, yo me escoraba hacia la izquierda y el humo se vencía hacia el mismo lado, me echaba hacia la derecha, y cambiaba de sentido sobre la marcha y se deslizaba hasta mi, pero al calvo sin tocarlo, yo creo que se equivocaba además de cola, porque sus papeles no eran iguales que los míos, tan diferentes, los mios tenían tantos sellos, tantos se suplica, y él nada, un par de folios, uno blanco y otro rosa, y yo con un puñado, como casi todos, alguno había que tenía no una carpeta, sino una mochila de tantos papeles como llevaba, bueno, pues eso, que estaba tan tranquilo pese a que la cola avanzaba tan poco, cuando llegó esa señora, tengo que reconocer que vaya señora, alta, con unos ojos que no le cabían en la cara y unos labios perfectos, madura sí, pero con la madurez de una buena manzana, redonda, la vi desde que entró por la puerta y me dije que vaya señora, sí, y la seguí con la vista mientras ella, despistada, sabe, porque no sabía en qué cola se tenía que poner, iba de acá para allá con paso rápido, decidido, lo que pasa es que no encontraba su sitio, y había, sí, una penumbra en su cara, un no sé qué triste, cómo iba a estar triste con esa clase, me dije, y después, cuando se acercó al calvo y le enseñó los papeles, me llegó su perfume, nunca lo había olido, y pensé que cómo no iban estar los yonquis enganchados a la heroína si yo me ví encadenado a aquella fragancia desde el primer momento, pues entonces va el calvo y le dice que sí, que es allí y que se ponga delante de él porque lo suyo es más urgente, que él y los que van detrás pueden esperar y que delante mía no debe ponerse porque mis papeles y las pólizas que se entreven significan que necesito resolver con celeridad mi problema y que él no le deja el sitio por educación, que en la cola la única educación es no salirse de ella, sino porque es de justicia que así sea, y asienten los otros, incluso los de la mochila, y ella va y dice que gracias, para qué lo dijo, nunca oí una voz tan tierna, tan segura y tan tierna, y como yo la miraba, me sonrío, vaya por Dios, me dije, no habrá un sitio mejor que una cola para que te llegue el color, todo pastel, oiga, pues no, me sonrió y me sentí incómodo, porque a mi, sabe usted, a mi no me sonreían las mujeres, a mi las mujeres siempre me habían mirado como a las lechugas en la plaza de abasto, a ver si daba la talla para la ensalada, pero nada más, a lo más me sopesaban, con aquellas manos tibias recién salidas del bolsillo de abrigo de paño, y me dejaban luego en el mismo sitio, siempre al alcance del gesto, pero las que escogían eran las otras lechugas, comprende lo que quiero decir, y bueno, aquella sonrisa se convirtió después en palabra y la palabra llegaba con su perfume y su perfume la acompañaba en cada paso que daba, que no por corto se veía menos firme, y pensé que en buena hora me había puesto en la cola, sabe, y yo notaba que estaba mojando los papeles, que las manos más que sudar lloraban y es que no sabía yo que existían mujeres así, las había visto y gozado jóvenes, sabe, con pechos firmes y altivos y caderas estrechas, vehementes en el amor, oliendo a juventud y derrochando lozanía, pero nunca me encontré una mujer así, tan dulce en la mirada, con tanto silencio en su cuerpo, tan dispuesta a dar, pues todo eso ocurría, y es lo que yo digo, no hay derecho, tan tranquilo que estaba yo, que, y por eso vengo, oiga, cuando me tocaba a mi, sabe, se me cayeron los papeles y le dijeron que pasara ella y ella dudó y yo seguía recogiendo los papeles y cuando levanté la vista pues ya le habían puesto los sellos y había dicho gracias, y sonreía, y se le veía feliz, y yo me dí prisa y al llegar a la ventanilla pues se cerró y yo me quedé con los papeles en la mano y la veía a ella marcharse, pero yo me tenía que quedar allí, en la cola, delante del calvo ahora, y eso es injusto, que a mi me cerraran la ventanilla y que ella se fuera y yo me quedara alli, así que exijo que me dé el libro de reclamaciones y no consiento que me diga que la vida no tiene libro de reclamaciones".

* Francisco Pérez Gandul. Escritor sevillano. Wikipedia. Celda 211.

lunes, 14 de febrero de 2011

Las Gafas (Matías García Megías)

Tengo gafas para ver verdades. Como no tengo costumbre no las uso nunca.
Sólo una vez...
Mi mujer dormía a mi lado.
Puestas las gafas, la miré.
La calavera del esqueleto que yacía debajo de las sabanas roncaba a mi
lado, junto a mí.
El hueso redondo sobre la almohada tenía los cabellos de mi mujer, con
los rulos de mi mujer.
Los dientes descarnados que mordían el aire a  cada ronquido, tenían la
prótesis de platino de mi mujer.
Acaricié los cabellos y palpé el hueso procurando no entrar en las
cuencas de los ojos: no cabía duda, aquello era mi mujer.
Dejé las gafas, me levanté, y estuve paseando hasta que el sueño me
rindió y me volvió a la cama.
Desde entonces, pienso mucho en las cosas de la vida y de la muerte.
Amo a mi mujer, pero, si fuera mas joven me metería a monje.

* Matías García Megías. Las Palmas de Gran Canaria

sábado, 12 de febrero de 2011

Fiesta en el patio de los Tilos (Alberico Lecchini)

El local era pequeño y agradable. Los vecinos se habían esmerado en 
pintarlo y amoblarlo funcionalmente con muebles comprados en alguna feria 
de pulgas, pero en buen estado. La suave iluminación y la calidez del 
ambiente eran como un abrazo tibio luego de atravesar el patio barrido 
por una nevisca arremolinada por un implacable viento norte. 

Fabian y Lucrecia llegaron con un poco de retraso portando una bandeja de 
pastel de choclo -especialidad del norte argentino- y una botella de vino 
uruguayo. La intención de la fiesta, según el comité organizador, era 
reunir a los vecinos que de lo contrario tendían a aislarse durante los 
largos meses del invierno, y al mismo tiempo ampliar el horizonte 
culinario y catar de los vinos llegados de lejanos países.
Familias enteras rodeaban las mesas acomodadas en filas en el centro del 
local y a los costados, dejando libre un pequeño escenario ocupado por 
las niñas que se mantenían expectantes, mientras los varones ya se 
revolcaban por el piso en audaces competencias de lucha grecorromana.


-Hola, soy Magdalena y estos son mis hijos Tadeuz y Marek. 
-Buenas noches, Lina y Andreas.
 
Lucrecia y Fabián estrechaban manos blancas y morenas, jóvenes y viejas, 
a medida que iban atravesando el local. Como eran nuevos en el barrio 
-hacía sólo dos semanas que se habían mudado- cumplieron con el requisito 
de saludar a todos los que encontraban a su paso.
-¿Que tal? Me llamo Peter y soy uno de los vecinos más antiguos en este 
patio.

 Con cara jovial y dos copas de vino en su mano izquierda, Peter salió al 
encuentro de los recién llegados para darles la bienvenida. Se notaba que 
era el maestro de ceremonias en el local, una vieja costumbre adoptada a 
través de su antigua profesión de director de programas de televisión.


-Les presento a Santiago y Lucía. Ellos vienen del Perú.

 -!Hola!- Santiago se adelantó efusivamente con una sonrisa ancha y un 
fuerte apretón de manos para saludarlos, mientras presentaba a su mujer y 
a sus tres hijos pequeños que se escondían tímidamente detrás del ancho 
cuerpo materno.

-Lucrecia y Fabián, vivimos en el 29 y estamos recién mudados- repetía la 
pareja mecánicamente después de la quinta presentación, y con una 
sonrisa que trataba de ser lo más amable posible después de tantos 
apretones de manos.
 La música de una guitarra trataba de emerger por encima de los gritos de 
una pandilla de chicos descamisados que se deslizaban por debajo de las 
mesas simulando juegos bélicos.

Lucrecia y Fabián lograron ubicarse finalmente un poco más lejos del 
centro del combate donde compartían una mesa otras parejas. Anna y 
Stefan, Telma y Lorenzo, Jean Paul y Susanne, Mikael y Sylvia así como un 
par de veteranos que se encontraban solos y con caras de aburridos.
Fabian tuvo que sentarse al lado de uno de ellos, mientras Lucrecia 
consiguió un lugar entre Andreas y Lina, unos simpáticos vecinos que 
resultaron ser los que habían vivido más tiempo en el patio de los Tilos.


Fabián se presentó al veterano de mirada ausente que mantenía una cierta 
compostura británica, mientras su mirada desdeñosa recorría los 
diferentes rincones del local.

 -Robert, pero todos me conocen aquí como Mister Robert -dijo acentuando 
su origen y el pretendido rango, mientras apretaba con desgano la mano que 
Fabián le extendía.
 Era un hombre enjuto, sesentón, de cabello gris peinado con una raya al 
costado y largas patillas, típico de los caballeros de las islas 
británicas. Un bigote irsuto y manchado de nicotina, contrastaba con el 
color plateado de sus cabellos. 
Fabián hizo un esfuerzo por ser amable. Y es que una campanita resonaba 
por algún rincón de su cerebro y le ordenaba que debía ser cortés con ese 
señor mayor edad, a pesar de su actitud antipática. El otro veterano 
resultó llamarse Sven, cocinero de profesión, también recién llegado no 
sólo al patio de los Tilos, sino a Estocolmo, después de una larga 
estadía en Nueva York donde trabajó en restaurantes de mala muerte, 
confesaría esa noche después de unos cuantos tragos.

En los primeros tanteos por mantener una conversación fluida recurriendo 
a los lugares comunes, Fabián tenía la impresión que el acento inglés de 
Mister Robert y el suyo propio marcado por resonancias del castellano, 
parecía un cóctel de english tea y grapa uruguaya.

En forma ordenada los vecinos iban haciendo fila para servirse la comida 
de las bandejas, ollas y fuentes, que ordenados en una mesa mostraban las 
distintas cualidades y nostalgias de los vecinos del patio de los Tilos.
 Empanadas chilenas, estofado polaco, salmón noruego, arenques del país, 
albóndigas marroquíes, ceviche peruano, paté francés y otros muchos 
platos más reflejaban la universalidad de aquél conglomerado humano que 
compartía la calidez y los altos decibeles de ese pequeño rincón del 
planeta.
El aroma de cien aliños y otras tantas especies embriagaba más 
que el vino.

 Mister Robert no bebía nada aparentemente, así que Fabián descorchó su 
botella de Castel Pujol, y no pudo dejar de comentar con cierto orgullo 
y aparentando ser un conocedor de vinos, que aquélla uva Tannath estaba 
abriendo mercados inesperados en Europa, aunque en Suecia fuera todavía 
el único vino uruguayo que se conocía.

 Mister Robert aceptó con indiferencia la copa de vino, la batió en su 
mano como si fuera un vaso de whysky con cubitos de hielo, y comentó no 
sin cierta irónica acidez. 

-Fabián, muchacho, debo decirte que a mí sólo me interesa el whisky. Pero 
gracias por esta copa de vino, dijo, y bebió un largo trago sin 
degustarlo, carraspeó, se atusó los bigotes, y depositando sobre el 
mantel la copa vacía, clavó la mirada en Fabián.

 -Mira muchacho. Estoy aquí nada más que por consideración a mis vecinos. 
Pero en realidad aquí no me trato con nadie.  

-Su sinceridad me deja perplejo, y la verdad es que no sé que responderle 
porque todo parece ser una extraña paradoja -atinó a decir Fabián mientras 
disimuladamente trataba de cruzar la mirada con algún otro vecino sentado 
alrededor de la mesa, una tabla de salvación que lo arrastrara lejos de 
aquella arrogancia mal simulada del inglés, pero sin éxito.

 ¿Será por lo que dije del vino?, pensaba Fabián. Y en voz alta: 
-¿Es Ud. un buen cocinero Mister Robert?

 - Sabes Fabián, me dedico a las finanzas.Trabajo para el Banco de la 
Nación de Taiwán. Otorgamos créditos a países con problemas financieros o 
que desean obtener capital para financiar proyectos industriales o de 
infrestructura, dijo Mister Robert eludiendo los tímidos intentos de 
Fabián de escabullirse por senderos de exóticas recetas a orillas del 
Támesis. 

-Qué interesante! - respondió Fabián simulando apenas su malestar por el 
giro que tomaba la charla de Mister Robert, cuando él deseaba hablar de 
platos y vinos rioplatenses, de música latinoamericana y sobre su modesto 
trabajo como profesor de idioma materno. Nadie acudió a su salvación, ni 
siquiera Lucrecia, que en la otra punta de la mesa hablaba animadamente 
con Lina, y ya contaba sin mayores reservas intimidades de cómo, cuando y 
dónde se habían encontrado con Fabián. Conducta que lo ponía 
nervioso, porque su mujer tenía la odiosa costumbre de contar detalles de 
su intimidad que a Fabián no le gustaba compartir con la gente recién 
conocida. Y menos si era su propia esposa que las contaba a otra mujer.
-Así que tu eres latino, ¿verdad muchacho?, te cuento que precisamente 
ayer le prestamos al gobierno de Bolivia 300 millones de dólares, dijo 
Mister Robert como al descuido. Preferimos trabajar con países pequeños 
¿sabes?. Les hacemos un plan completo de amortización, pero también los 
aconsejamos cómo invertir mejor esos recursos para saldar la deuda 
externa. Tenemos un plan infalible. ¿De qué país me dijiste que venías, 
muchacho? 

-Uruguay, balbuceó Fabián.


El saco de color azul marino de Mister Ian colgaba con cierto desaliño al 
costado de la silla, mientras sus gastadas mangas revelaban un largo uso. 
La corbata de apagados colores estaba mal anudada y estaba manchada con 
salsa de tomate, el cuello semidescubierto de su camisa blanca revelaba 
que necesitaba a gritos un lavado.
 Sus ojos castaños parpadearon rápidamente debajo de las espesas cejas, 
mostrando una luz de marcado interés.

 -Aaah, el pequeño país sin nombre, comentó irónicamente. La República 
Oriental del Uruguay. ¿Montevideo,eh? 

-Bueno, no, en verdad vengo de una ...eeeeh 

-Mira Fabián, muchacho, qué sabes de la economía de tu país? cortó 
abruptamente Mister Ian los intentos de su vecino de dar mayores 
explicaciones geográficas.

 Fabián sintió que ya no podía escapar de las garras tenaces de Mister 
Robert, así que resignándose trató de juntar fuerzas para seguir el rumbo 
que el hombre de las patillas largas había fijado, y recordar los datos 
que había leído en un periódico uruguayo. 

-Yyy...en los últimos años parece haber crecido alrededor del 5-6 por 
ciento anual, la inflación está bajando paulatinamente, el salario real 
se mantiene, la desocupación es de un 10 por ciento, las empresas que no 
compiten desaparecen, mucha gente tiene dos trabajos, la sociedad del 
bienestar hace rato que se fue al carajo, pero bueno, seguimos siendo a 
pesar de todo un país de clase media, como nos gusta decir a los 
uruguayos, ¿vió?, respondió Fabián casi sin aliento.


A su alrededor los niños seguían arrastrándose como reptiles debajo de 
las mesas, enfrascados en sus juegos bélicos; Lucrecia debatía con los 
otros comensales sobre temas culinarios relativos a la cocina 
mediterránea y sus ventajas frente a la tradicional y empobrecida cocina 
sueca cada vez más inclinada a aceptar el fast food y la Coca-Cola como 
plato y bebida preferidas de su menú; y Peter trataba de imponer orden 
entre los varones más díscolos para iniciar ”la caza del talento”, un 
programa para después de la cena.
-¿Ha probado este estofado polaco? preguntó Fabián a Mister Robert 
tratando otra vez de desviar el rumbo de la conversación al tema 
culinario. -Está delicioso. 

-Fabian, para mí la comida no es más que una necesidad ineludible,pero 
sinceramente te digo, lo único que hace es distraerme de mis actividades 
más queridas: el juego de las finanzas. Las necesidades del cuerpo son 
una limitación que desgraciadamente no pueden evitarse. Pero ya vendrá un 
tiempo donde no serán más que cortos y relampagueantes momentos que no 
podrán distraer a los que realmente se preocupan por las cosas 
importantes de esta vida. En todo caso la cocina seguirá siendo tarea 
para mujeres sin mayor imaginación y sibaritas desvergonzados... ¿Conoces 
el monto de la deuda de tu país,muchacho? Preguntó Mister Ian, que como 
un viejo lobo de mar no permitiría nunca que un timonel le cambiara el 
rumbo de su nave.

Fabián se apuró a llenarle la copa de vino a Mister Robert. No podía 
evitar la sensación de estar como hipnotizado con la personalidad 
despreocupada y arrogante del inglés, odiándose así mismo por no contar 
con la suficiente fuerza para levantarse de la mesa y reunirse con otros 
vecinos. 

-La verdad sea dicha no podría decirle con exactitud. Pero si mal no 
recuerdo anda por los 10 mil millones de dólares...dijo Fabián inundado 
cada vez más por ese sentimiento contradictorio que lo atornillaba a la 
silla cuando deseaba escapar de las garras del inglés: admiración por el 
viejo león de las finanzas y repudio por ser la única víctima del rey de 
la selva.


Peter mientras tanto había logrado imponer orden entre los ruidosos 
chiquilines que sentados en un semicírculo esperaban inquietos la 
actuación de cinco chicas que imitaban al grupo femenino de moda: las 
”Spice Girls”.

 -Así que 10 mil millones. Una linda deuda. ¿Sabes qué porcentaje del PBN?

- ......

-¿No? No importa - ¿Tienes amigos en el gobierno uruguayo,Fabián?.

 MisterRobert clavó nuevamente la mirada en su intercultor. Sus ojos 
parecían oradar el alma de Fabián, olfateando como un perro labrador las 
zonas oscuras de su conciencia, iluminando las sombras que deseaban 
ocultar dudas, mentiras o la información que buscaba. 

-Bueno, pensándolo bien... Fabián no sabía si admitir o no que conocía a 
un funcionario de tercera categoría del Ministerio de Cultura, o pasar 
como un pobre diablo que no había tratado a nadie de más categoría que al 
director del liceo de su pueblo. Pero los ojos de Mister Robert no 
cedían. 

-Si, tengo un conocido, dijo tragando saliva, pero no trabaja en el 
Ministerio de Economía y Finanzas. 

-No importa muchacho. El asunto es poder encontrar la punta de la madeja. 
Si tu tienes un contacto puedo garantizarte que nuestro banco podría 
prestarle una bonita suma al gobierno uruguayo. Porque como te dije 
antes, nosotros preferimos trabajar con los gobiernos. Y para el monto de 
la deuda uruguaya un préstamo de 2 mil millones de dólares no sólo es 
posible, también podría ser decisivo.
Fabián se revolvió en la silla, Mister Robert seguía mirándolo 
intensamente.

 -¿Tanto podrían prestar? balbuceó con un hilo de voz.  

-Claro que sí, muchacho, a veinte años de plazo y de yapa un programa de 
inversiones que como está calculado, en no más de cinco años podrían 
sanear la deuda del estado de esa simpática nación sudamericana, dijo 
Mister Robert que hablaba ahora en un tono más suave y hasta podía 
decirse seductor, sintió Fabián.

 -No sé si mi conocido podrá confiar en una propuesta hecha así, tan 
informal, y por un monto tan alto... Fabián buscaba escapar 
infructuosamente como un venado de las mandíbulas del felino británico, 
pero sin éxito.

 -Ya habrá tiempo para las formalidades! Eso es lo de menos. Lo que yo 
necesito es la punta de la madeja, porque el capital no espera. Necesita 
moverse, reproducirse, expandirse, invertirse, especular, destruir,  
reestructurar, corromper.. esa es su ley muchacho... apréndela de una vez 
por todas y verás como tu vida cambia rápidamente. Si me consigues un 
contacto puedo asegurarte una comisión de 100 000 dólares ahorrados en un 
fondo de pensiones en una cuenta de las Bahamas o las Caimanes. Porque 
alguna vez tendrás que pensionarte, ¿no es así muchacho?
La presión se hacía insoportable en la garganta de Fabián. Pequeñas gotas 
de sudor asomaban en su frente. No podía entender qué le pasaba. Advertía 
lo descabellado de aquélla conversación, y sin embargo no encontraba la 
forma de zafarse y poner en su lugar a aquél energúmeno, pensaba 
enfurecido.

-Una oferta tentadora e impactante, ¿verdad? No necesitas disculparte por 
tus sospechas. A mí me habría pasado los mismo si de pronto me hicieran 
esa oferta y no conociera lo que es el mundo de las finanzas y quienes 
actuamos en él, dijo Mister Robert impasible, mientras fumaba un delgado 
cigarro color habano.

La fiesta en tanto llegaba a su apogeo con el coro improvisado de varios 
vecinos que trataban de acompañar los acordes de ”Guantanamera”, que 
Santiago, el peruano, tocaba en su resplandeciente guitarra made in 
Corea.

Sólo Mister Robert y Fabián parecían sumergidos en el mundo de Wall 
Street. 

-Contactos, Fabián, contactos... repetía machaconamente el inglés. 
 -¿Sabes? Hace muchos años trabajé en el banco nacional de Sudáfrica. Allí 
las cosas funcionaban bien hasta que subieron los negros al gobierno. 
Ahora es sólo caos. Y mi puesto lo tiene un negro, ¿entiendes muchacho?

 -No, no entiendo. En todo caso el fin del apartheid ha fortalecido la 
democracia en ese continente. Habrá claro un poco de inestabilidad 
económica al comienzo, de errores y aprendizaje, pero a largo plazo la 
sociedad será más justa. Y no se olvide que el racismo es una de las 
pestes más graves con que desgraciadamente los europeos han contagiado al 
mundo... intentó contrarrestar Fabián ante el nuevo giro de la 
conversación, que le daba una mínima oportunidad para escapar del cerco 
tendido por el británico. En el terreno político podía darle batalla al 
arrogante caballero inglés con argumentos humanistas y teorías 
socialistas, que aunque últimamente devaluadas, para Fabían todavía 
representaban una invalorable fuente de inspiración.
-Fabián, muchacho, no seas ingenuo...comentó despectivamente Mister 
Robert, poniendo fin a las expectativas de su vecino.  -Después de 
Sudáfrica me fui a Kenya para tratar de sacarlos del pozo. Pero no 
aprenden más. Es una misión imposible. Africa está jodida mientras los 
europeos no vuelvan a tomar las riendas. Se fueron los españoles y los 
portugueses, los ingleses se retiraron discretamente, los franceses y 
belgas... sólos no pueden hacer nada... así que me vine detrás de mi 
mujer, una sueca, y mi hijo Brian.


Por primera vez Fabián notó que la mirada de Mister Robert se apagaba y 
perdía su luz mesiánica, como cuando hablaba de los millones de dólares 
que circulaban por las arterias del planeta, como glóbulos rojos que 
mantenían con vida a esas sociedades cada vez más uniformadas. 

-¿Y vive con ellos aquí en Estocolmo? 

-Qué vá, mi mujer se mandó a mudar con un carpintero, y mi hijo se hizo 
ecologista... Pero yo he logrado rehacer mi vida. Con mis contactos logré 
pronto ser el representante del Banco de la Nación de Taiwán, y las cosas 
están otra vez están encaminadas.
 Mister Robert volvió a recuperar su mirada mesiánica... Se ajustó el 
cuello de su corbata, se abotonó el saco con parsimonia. La fiesta 
continuaba con mucha alegría, los niños se habían ido a dormir, y los 
adultos disfrutaban por primera vez esa noche de un espacio recuperado.
-Bueno Mister Robert, no se preocupe, voy a intentar hacer los contactos 
con mi conocido en Montevideo. No le prometo nada, pero no me extrañaría 
que en las próximas semanas tenga una respuesta. Ud. sabe que estas cosas 
llevan su tiempo...dijo Fabián, en tono conciliador, convencido que eso 
tranquilizaría a Mister Robert que tenía intenciones de retirarse del 
local, y él no deseaba demorarlo más. 

-Gracias Fabián, muchacho. Me emociona ver gente como tú, joven y 
emprendedora, audaces y conscientes de la responsabilidad que pesa sobre 
sus hombros. Recuerda siempre que el acceso al capital fue, es y será la 
clave del éxito de toda sociedad que aspire al progreso. Y de todo 
individuo que sea digno de sí mismo. 

Fabían asentía con movimientos afirmativos de su cabeza a pesar que 
trataba de frenarlos.
 - Pero muchacho, antes de irme tengo que pedirte un favor. Querido 
Fabian, me da calor preguntarte, pero ¿podrías prestarme 500 coronas por 
el fin de semana? Se me perdió la billetera con mis tarjetas de crédito y 
el contante que disponía, !qué mala suerte!, ¿verdad muchacho? Justo 
cuando el banco está cerrado...



* Alberico Lecchini. Periodista. Suecia. Artículos en Radio Suecia

jueves, 10 de febrero de 2011

Ladrón de canicas. (Miguel Olivera Medrano)

El atardecer era en extremo placentero. La declinante calidez solar dejaba tras de sí una ligera sensación de letargo. Se notaban sedientos los rosales, geranios y arbustos. Mientras ahogaban lamentos ancestrales y se tragaban las réplicas a sus borrachos acompañantes masculinos, algunas mujeres recogían del pasto juguetes, recipientes con restos de comida, sillas y taburetes.

Impávidos ante la inminente partida, unos niños corrían tras la pelota, lanzaban las canicas, buscaban romper los hilos que sostenían las filosas runfas (1), intentaban transmitir el petrificador encantamiento, emulaban a rudos y técnicos enmascarados (2), o golpeaban fuertemente un palo pequeño con otro más grande (3).

Se aproximaba el final de la contienda entre los dos jugadores de canicas. Uno de ellos miraba angustiado tanto la decena que aún encerraba el círculo irregularmente trazado en la tierra amarillenta como los bolsillos de su contrincante, repletos de una parte considerable de su tesoro, obtenido en innumerables contiendas.

El presunto perdedor había hecho todo lo posible por evitar la derrota. Nada daba resultado. Al notar su angustia, y con una sonrisa sarcástica, el seguro vencedor lo instó a cambiar su tiro normal por una canica de mayor tamaño. Con vergüenza e ilusión se aceptó la oferta, pero el nuevo proyectil tampoco encontró en su camino ningún mosaico en disputa.

Una risa acompañó un sonido seco. Ahora sólo eran ocho las canicas a sacar de la rueda. Para colmo, el tiro del ganador quedó en el centro.

La enorme canica se movió entre los dedos del perdedor y fue a estrellarse con fuerza en el cráneo del rival. El herido cayó, al tiempo que un cuervo se posaba con torpeza en un arbusto cercano. Pálido, el honorífico vengador tomó una rama del suelo y corrió hacia el ave, al tiempo que gritaba:

–¡Lo picó el pájaro! ¡Lo picó el pájaro!

La persecución fue breve, el cuervo quedó con el cuello casi destrozado. De inmediato fue llevado por su ejecutor adonde se encontraba el atontado y lloroso enemigo y estrellado rabiosamente contra el suelo.

–Te he vengado... ¡Mira cuanta sangre tienes en la espalda!–dijo el enardecido verdugo.

La única respuesta audible fue un sorbido de mocos. Iracundo, el herido tomó el clavo con que fue dibujado el campo de batalla y vació las cuencas del inerte animal.

________________
1. Consiste en una corcholata (tapa metálica de las botellas de refresco) aplastada y afilada, con dos orificios por donde se pasa un hilo cuyos extremos se atan. Se hace     girar y se choca con la del contrincante, tratando de romper el hilo de la del otro. Por supuesto que triunfa quien corta primero el hilo.
2. Esto tiene que ver con la lucha libre.
3. Este juego en la Ciudad de México se llama bolillo. En Jalisco lo conocíamos como Shangai.


Miguel Olivera Medrano. Mexico D.F.

martes, 8 de febrero de 2011

El Cargador (Jorge Pereyra)

Abrió y sintió una sensación de vacío en el estómago. Mañana gris, triste y húmeda. Un día más, parecido a los anteriores. Chava hubiera preferido quedarse en el camastro, hecho de hojas de cartón, para mantenerse un poco calientito con los periódicos apilados encima de él. Pero no, su estómago vacío poco a poco se fue transformando en una bola de fuego que le mordía las entrañas.

Felizmente la lluvia había respetado la intimidad de su casucha construida hace una semana, a un lado del basural de Ixtapalapa, con dos calaminas oxidadas y un muro de piedras en forma semicircular que él mismo levantó.

Chava respiró hondo y sintió en su nariz el tufo asqueroso de la basura mojada. Pero no se inmutó, estaba acostumbrado a olerla desde niño cuando ayudaba a sus padres a recuperar de las montañas de desperdicios algunos objetos que pudieran tener cierto valor para venderlos. Volvió a sentir la bola de fuego, pero esta vez acompañada de un intenso retortijón que hizo que se ovillara como una serpiente. Tenía que salir a buscar algo de comer, algo que calmara por un momento el monstruo hambriento en que se había convertido su estómago desde hacía una semana.

Brrr, carajo, qué frío que hace. Dicen que es la cola de un huracán lo que causa este mal tiempo. Y pensar que tan sólo colgajos deshilachados de ropa cubren tu cuerpo de las dentelladas del frío. Hambre y frío: las dos caras de una misma moneda que se llama pobreza. ¿Te duele esta vida que tú no pediste? ¿Todavía crees que la Virgen de Guadalupe ayuda a los pobres y jode a los ricos? ¿Sí? No te queda otra. La vida parece menos miserable si se tiene la esperanza de un futuro un poco diferente a las realidades del presente.

Chava, desde hace una semana no has probado bocado. Tienes hambre, mucho hambre. Y tienes que salir a buscar un trabajito que te dé para comer. Pero estás muy débil y tus piernas apenas te sostienen. No importa, es necesario conseguir algo de dinero aunque sea para un taquito. Necesitas comer, debes comer.

Estás asustado, Chava. Crees que te vas a morir. Sí, señor, estoy asustado por lo que me sucedió anoche. Los retortijones que sentía en la panza eran tan fuertes que ya casi no pude dormir. Entonces te levantaste y fuiste hacia el basural para hacer del cuerpo. ¿Verdad? Y por más que pujaste nada salió, nada. Pero el dolor era cada vez más intenso y no cesaba. ¿Verdad? Luego te agarraste de unos matorrales y pujaste con toda tu alma hasta que unas lágrimas saltaron de tus ojos. Entonces sí. Algo en la tierra fangosa. Rash. Los fósforos están un poco mojados. Rash. La temblorosa luz del cerillo muestra tu cara sorprendida y temerosa por lo que acabas de ver. Rash. Quieres verlo otra vez. Tus ojos no mienten. Has depositado en el suelo un mojón sanguinolento. Con el cerillo aún encendido, piensas en lo que le pasó a tu compadre Chema: sí, pues, se volvió un teporocho alcohólico cuando su mujer lo abandonó para irse con un judicial del Estado de México; pedía limosna por las cantinas para poder seguir bebiendo y se pasaba varios días sin comer pero no sin beber, y enflaqueció de tal manera que un día cagó sangre y al otro se murió. Pero eso jamás me pasará a mí porque no soy un pendejo. Mañana voy a ir a trabajar como cargador de fruta en el mercado de La Merced. Y con esa idea dando vueltas en tu mente, caminaste de regreso a tu casucha de calaminas y piedras. Al poco rato, el sueño te venció. Entonces soñaste que una alondra sedienta secaba los mares con su lengua de fuego.

Pero hoy es ese mañana que anoche vislumbraste. Y es necesario que te levantes ya, pues si llegas tarde al mercado otros podrían ganarte el trabajo. Haces a un lado la montaña de periódicos que te cubre y al salir de tu covacha sabes perfectamente que el frío de afuera corresponde a las cinco de la mañana. Splash, splash, splash. Tus viejos zapatones, hundiéndose en los sucios charcos en los que la lluvia de anoche ha quedado prisionera, te anuncian la proximidad del mercado de La Merced. Ojalá que haya harta carga y me contraten. Un individuo está hablando con un grupo de personas que parecen cargadores. Son cargadores, no hay duda. Y él debe ser el encargado de contratarlos. Te acercas, unas pocas palabras con él y ya estás trabajando. Un peso por cada caja de manzanas que descargues del camión. Algo es algo. Ojalá no te desmayes, pues necesitas el trabajo aunque te sientas débil.

¡Hágase a un lado, señora! ¿No ve que estorba? Viene, viene, viene... ¡Apúrense, cabrones, que no les pago por hora sino por caja! El bodeguero, desde la parte superior del camión, dirige las maniobras de descarga con las manos en la cintura y con la actitud despectiva de los que acostumbran mandar.

Los cargadores, sudorosos y apresurados, van descargando una tras otra las cajas de manzanas, compitiendo entre sí por ver quién descarga más cajas. Parecen hormigas enloquecidas descargando los alimentos que el campo envía a la ciudad. De otros camiones, otros cargadores descargan plátanos, papas, jitomates, carne, uvas, aguacates... Todo lo necesario para una ciudad con más de dieciséis millones de estómagos.

Puf, puf, puf. Ya sólo me faltan diez cajas para terminar. Duelen las piernas, la cintura, los brazos, los hombros y la espalda. Puta madre, qué pesadas que están las cajas. Casi ya no siento la espalda. Menos mal que ya faltan cinco cajas para acabar. Recuerdas que no has comido desde hace una semana. Y ese dolor en el estómago que te sigue jodiendo y atenazando las tripas. Empiezas a ver lucecitas multicolores. Las fuerzas te abandonan y se te nubla la visión. Dos cajas más y termino. ¡Apúrense, hijos de la chingada, que los camioneros tienen que irse!

Ayyyy, Aaaay, gritan unas mujeres. Una rata, gorda como un obispo, sale disparada del interior de una bodega. Sorpresa general, palabrotas. Se detiene la descarga de los camiones. Varios hombres persiguen a la rata, armados de largos palos y de escobas. Pinche rata, ella si que la pasa bien. No tiene que romperse el lomo para tragar. Su vida es comer y luego escapar. Los hombres regresan acezantes y malhumorados. No lograron matar a la rata. !Dejen de andar haciéndose los pendejos persiguiendo ratas y terminen de una buena vez, carajo! Parece que el patrón está molesto. Menos mal que ya sólo me falta esta caja y termino.

Plamm. Crash. ¡Pero quién fue el pendejo que dejó caer esa caja! Todos los demás cargadores te rodean y te miran con compasión. Era la última caja. La última. Te fallaron las fuerzas y caíste pesadamente con todo y carga. La caja se rompió y las manzanas están apachurradas. Qué mala onda. Era la última caja. Alzas los ojos y escuchas como en sueños que el bodeguero dice que te hizo un favor al contratarte, que nunca más dará empleo a muertos de hambre como tú, que todos son unos inútiles y no saben trabajar, que te olvides de tu paga, pues echaste a perder las manzanas, que por el contrario tú sales debiéndole y que mejor te largues de una vez por todas. Una rabia sorda recorre todo tu cuerpo. No es justo, Dios mío. Era la última caja.

Chava se puso a recordar cómo murió su compadre Chema por dársela de fakir. Luego pensó en la rata. Comer y escapar. Sí, eso es. Comer y escapar, como hacen las ratas. Sólo que al revés: escapar llevándose algo de comer. Y sin pensarlo dos veces, con la determinación que da el hambre, se puso al hombro una caja de manzanas y, con una energía desconocida para él, se lanzó a la carrera por el mismo camino que había seguido la rata momentos antes. No se detuvo, siguió corriendo hasta que ya no escuchó los gritos del bodeguero.

Llegó jadeante a su casucha y se desplomó pesadamente en el interior de ella. Cuando recobró el aliento, se puso a devorar las manzanas con el deleite de un gourmet. Finalmente, cerró los ojos y sintió una tibia sensación de hartazgo en el estómago. Y la mañana dejó de ser triste, gris y húmeda.

* Jorge Pereyra. Escritor y periodista peruano.