domingo, 30 de enero de 2011

Permiso para subir a la cornisa (René Rodríguez Soriano)

Para Lucía

TOQUÉ LAS PUERTAS DE LA RISA Y ME BURLARON. Pisé los adoquines, las esquirlas y las alfombras de un tequiero almidonado. Trepé los aposentos de la espuma, del miedo y del espanto. Me adentré. Anduve. Troté. Esquivé salté y me empujaron. Los verbos, los sujetos, los objetos (y el otoño, con su crujiente cortina de hojas idas), cedieron, me abrieron paso hasta allá, al mismo fondo del olvido.} Olvido, creo que dije. Llamé. Grité. No respondieron mi llamado. Pienso que me senté (no lo recuerdo ahora, pero no importa), sobre una tarima de palabras, de versos, de jirones, de aliento. Un alfabeto adusto y ocre me desató de un tajo los zapatos. Me penetró hasta el metacarpio de las penas. Me hirió y sangró conmigo a la bartola, hasta el alba. Soñamos y, hechos carne y uña, dedo y llaga, despertamos ante el umbral impresionista de un sueño a campo abierto, luz del viento, una muchacha. Una muchacha loca y amplia, una muchacha ebria es el olvido.
Una muchacha en mangas de camisa, desmadejando al aire negrísimos cabellos, trotando manisuelta por las sórdidas melenas de la tarde. Una muchacha triste, con ojos de aguaclara y despoblada, con música, con góndolas, con labios y amapolas, dramática, sinfónica, mordaz. Una muchacha lúdica, pálida como una lámpara en el baldío. Una muchacha púb(l)ica, coral, sola y difusa, y el olvido. Permiso, dije para entrar, y entré al olvido. Abracé a la muchacha. Mondé el poema por su esquina más dúctil y lo engullí. Era un poema fibroso, carnal, de jugos transeúntes y embriagantes, tan limpio como el fuego. Metálico, frutal.
Un poema lavado de recuerdos, óptimo para el olvido. Había perdido la memoria en un recodo del camino. Era un poema erecto, viril, con su guitarra blasonada de silencios, con la alegría rota en un falsete y la tristeza muerta y desolada. Un poema desnudo, como la muchacha en mangas de camisa. Un poema sin nombre, como todos los hombres.
Estoy dentro -dije- y no me salgo. Enciendo de mis pipas la más bella, la de espumas de mar, y te invito a que entres y te siente. Toca. Palpa. Desnuda a la muchacha. Restriégate el poema por el iris, por las carnes. Te invito: entra al olvido, no hacen falta artimañas. Aquí, plácido el poema, con toda la piel poblada de amarguras, latiendo en carne viva, te invita a sentar reales. Ven, no te acobardes. Oye al olvido, diciendo el nombre de las cosas por su nombre. Contándonos su historia sin historia. Y Heráclito, su fuego, los puentes y los gatos y los pasadizos. El hombre olvida. El poeta olvida. El amigo. Toda una geografía que palpita a borbotones, mentando madres, diciendo amor como bazooka, ardiendo en llamas de ternura, óyelo. No es un paisaje acompasado y mustio. No es un cassette para colección. Es más... ...olvida, ya no podrás salir. Eché las siete llaves del olvido.

* René Rodríguez Soriano. República Dominicana.  Web del autor. En Letralia.

miércoles, 26 de enero de 2011

Sueño de invierno (Elena Buixaderas)

La calle estaba en penumbra y las aceras brillaban bajo la luz mortecina de las farolas, reflejando difusamente unas gotas de lluvia. Hacía frío y algunas hojas muertas revoloteaban en remolinos en torno a los bordillos. Se oía el eco de pasos apresurados en medio del silencio. Sara llegó a la plaza y se sentó en uno de los bancos. Como cada tarde, tenía la mirada clavada en la puerta de un viejo edificio y su cuerpo sufría un sobresalto cada vez que esta se abría. No importaba que lloviera o soplara un viento helador; todos los días estaba allí, a la misma hora. Llegaba con el paso apretado y el corazón anhelante y se sentaba siempre en el mismo banco. Por fin, tras una espera no muy larga pero que a ella se le hacía interminable, aparecía él.  Bajaba las escaleras con sus libros de arte debajo del brazo, charlando con algunos compañeros, y luego, con determinación, cruzaba la plaza, pasaba cerca del banco donde ella se encontraba y se perdía entre las sombras.
                Siempre estaba tentada de levantarse y de seguirle; pero una mano invisible surgía mágicamente del banco y la atenazaba con fuerza, reteniéndola en contra de su voluntad. Se quedaba allí, quieta y pensativa, deseando haberse rebelado, haberse levantado y haber provocado un encuentro. Sin embargo, aquel día él no cruzó la plaza como de costumbre, sino que se dirigió hacia el banco en el que ella esperaba, se sentó a su lado, acercó sus labios a los de ella y la besó.
                Sin saber cómo, y en lo que a ella le pareció un instante, llegaron a un pequeño estudio. Había lienzos desparramados por doquier y un tenue olor a pintura flotaba en el aire. Sara no pareció percatarse de nada de esto. Para ella solamente existían bocas ansiosas y manos ávidas, y la urgencia de un deseo que había permanecido latente durante demasiado tiempo. Sus cuerpos se buscaban en la penumbra, tanteando el peligro de lo desconocido y la excitación de lo largo tiempo esperado. En medio de los jadeos y de las respiraciones entrecortadas vio el rostro de él delante de su cara, un rostro que ella conocía bien pero que nunca había tenido tan cerca. Los ojos oscuros y profundos penetraban en su alma con la suavidad hiriente del acero. El largo cabello, castaño y rizado, se agitaba mezclándose con el suyo. Podía sentir el contacto de su barba con un suave cosquilleo en los labios. Se dejó llevar por la marea de las sensaciones sin pensar en nada. Cada vez más deprisa, cada vez más urgente. La tensión iba creciendo y estaba a punto de estallar, como si un géiser fuese a brotar violentamente de su cuerpo en medio de una explosión de placer. Entonces, despertó.

                Se sintió confundida y excitada. La ansiedad había hecho  presa en su alma y no quería soltarla. De nuevo tenía aquellos sueños que la torturaban al despertarse y la sombra de la culpa oscurecía su rostro. Se sentía atrapada. Quería huir de los sueños; pero también disfrutaba con ellos, ya que constituían la única forma de dejar libres sus sentimientos, la única forma de poder sentir lo que durante el día  le  estaba  vedado.  Algunas noches llegaba a la cama deseando olvidarlo todo, deseando correr una cortina opaca sobre sus ilusiones, infundadas y absurdas, que le asfixiaban el cerebro presionándolo con latidos de falsa esperanza. Sin embargo, algunas veces, cuando la tensión se hacía insoportable, el camino de los sueños era la única vía de liberación posible. En ellos le era dado sin temor lo que el resto del tiempo se le negaba.
                Se sentó en la cama con las rodillas encogidas y apoyó la barbilla en ellas. Era un callejón sin salida. Su razón decía que debía apagar aquel fuego que ardía en su pecho llenando de cenizas su alma, ya que sólo podía causarle dolor. Él era el hombre equivocado.  No debía desearlo, ni siquiera en sueños; pero era algo que no podía evitar. Aunque su cerebro se empeñara en encerrar sus sentimientos bajo una campana de cristal, éstos existían, y la torturaban con una calma exquisita.
                Al principio no se había dado cuenta de lo que estaba sucediendo. Entre el cariño comenzó a brotar una pequeña agitación que procuraba desdeñar y, para cuando supo de lo que se trataba, fue demasiado tarde. Se apoderó de todo su cuerpo y de sus pensamientos dejándola asustada y confundida.
                El dormía algunas veces en la habitación contigua, con su hermana y, esas veces, podía escuchar los sonidos de la pasión a través de la pared. El dolor se hacía insoportable. Lo sentía muy dentro, en el abismo del corazón, desde donde se extendía hacia todo su cuerpo. La náusea se apoderaba de ella como un fantasma oscuro y frío y ella se dejaba arrastrar. Apretaba la cara contra la almohada para ahogar su llanto y, mientras, imaginaba que estaba ocupando el lugar de su hermana en ese momento.
               
                Oyó que alguien se levantaba. De nuevo las palpitaciones. Sabía que era él. Tenía que verlo antes de que se marchara, así que se levantó y se vistió a toda prisa.

                Se sentaron juntos para desayunar. Mientras hablaban, Sara no dejaba de mirar sus labios, sus rizos desordenados, su barba, sus penetrantes ojos. No estaba escuchando. Solamente pensaba en que a pesar de que nada era real, ella conocía sus besos. Sabía cómo eran sus caricias y la expresión de esos ojos al hacer el amor.  Lo sabía porque lo vivía casi cada noche, en sus sueños, y él, ajeno a todo, lo ignoraba con inocencia. De pronto, pudo escuchar entre la maraña de sus pensamientos:
  - ...me gustaría pintarte...
  -¿Qué has dicho? -preguntó sorprendida, creyendo que no había oído bien.
  -Sara, no me has escuchado en absoluto. Te estaba diciendo que el óvalo de tu cara es precioso y que quedarías muy bien en un retrato. Me gustaría que vinieras a posar un día en el estudio para hacerte unos bocetos y para pintarte.
                A Sara le temblaron las piernas y se le atragantó el café. ¿Estaba viendo una mirada que quería decir algo más o era tan sólo otra de sus fantasías?.
  -Y ¿por qué no pintas a alguna de tus alumnas? -logró articular finalmente.
  -No, no. Eso sí que no. -Se rió él- Crearía situaciones delicadas y comprometedoras. Ellas son adolescentes y están predispuestas a enamorarse de un profesor joven que les preste un poco de atención, aunque sepan que tiene novia. En cambio contigo no tengo ese problema, o ¿sí?. -Una hermosa y amplia sonrisa inundaba su rostro.- Bueno, tengo que irme a clase.
                Depositó un beso en su frente y ella se estremeció. Al oír el ruido de la puerta que se cerraba suspiró aliviada; sin embargo su imaginación se puso en marcha y comenzó a torturarse intentando encontrar el verdadero significado de lo que acababa de ocurrir.  ¿Por qué sus labios pronunciaban unas palabras cuando sus ojos expresaban otras?. ¡Cómo le hubiera gustado acariciarlo entonces y decirle todo lo que sentía!. Liberar definitivamente las cadenas que mantenían cautivo a su corazón y dejar que descansara. Pero era imposible. Seguiría prisionera de sus sentimientos.
                Permaneció sentada un buen rato, con la mirada perdida, recordando cada una de las situaciones en las que había logrado estar a solas con él. Eran escasas, pero tan intensas... En cada una de ellas la magia flotaba en el aire y unos hilos invisibles surgían de sus cuerpos y se entrelazaban cada vez más profunda y enrevesadamente. ¿Quién decía que el amor era cuestión de química?. Era más bien magnetismo. Como si cada ser fuese un gran imán que se siente irresistiblemente atraído o repelido por otro.  Flota en el aire, creando una tensión atractora entre determinados seres. Por ello surge sin avisar, sin lógica, y atraviesa cualquier barrera y cualquier prejuicio. Por ello a veces se siente cuando no se debe o con quien no se debe.
                Esta era la imagen que ella tenía del enamoramiento. Cada vez que él estaba a su lado sentía una poderosa fuerza que la empujaba hacia él y tenía que hacer sinceros esfuerzos para resistirse a ella. Era algo tan intenso que si algún día no estaba suficientemente alerta podría dejarse arrastrar hasta que sucediera, como en sus sueños. Sería delicioso; pero no podía traicionar a su hermana y traicionar sus propias creencias sobre lo que estaba bien y lo que estaba mal. No debía hacerlo. Pensaba en lo enrevesadas y enigmáticas que eran las relaciones humanas. ¿Por qué no sentía esto hacia otra persona que no fuera él?. No podía ahogar un sentimiento surgido espontáneamente y se preguntaba cómo iba a resistirlo siempre.
                Su hermana se había levantado ya y se disponía a sentarse a su lado. Sara la miraba intentando ocultar la culpa que se cernía sobre sus ojos.
  -¡Qué temprano te has levantado esta mañana! -escuchó.
  -Oh!...es que he quedado para hacer unas cosas -mintió con vaguedad premeditada.- Será mejor que me vaya o llegaré tarde.
  -¿Has desayunado con tu querido cuñado? -le preguntó con sorna su hermana.
                Sara hizo una mueca de disgusto. Cuñado. ¡Qué palabra tan fea!. ¿Tendría  algo  que  ver  con  una  cuña?. Bueno, en realidad no importaba. Además él no era realmente su cuñado, era el novio de su hermana y bastante tenía con aquello como para andar dándole un tono más oficial. Procuró cambiar el gesto y contestar sin demasiada reticencia.
  -Si. Se ha ido hace un rato. -Entonces decidió tener algo de franqueza.- Por cierto, me ha dicho que, si quiero, me pintará en un retrato. ¿Qué te parece?
  -Eso es estupendo. Supongo que se habrá  aburrido de pintarme siempre a mí y además... tú eres mucho más bonita que yo. Le quedará mejor el cuadro.
                A Sara le cosquilleaba el estómago. ¿Era tan sencillo?. Así de fácil?. Le parecía estupendo, eso había dicho. No sospechaba ni por lo más remoto que podía suceder algo extraño porque tampoco imaginaba que ella sentía algo más que cariño hacia él. Se marchó de casa apresuradamente, como si realmente llegara tarde a alguna parte y, acaso ingenuamente, dirigió sus pasos hacia la plaza con bancos con la que soñaba tan a menudo. Se quedó mirando hacia el viejo edificio, con sus aulas desconchadas y un poco húmedas. Allí dentro existía un mundo ajeno a ella y por el que nunca había sentido ninguna curiosidad... hasta que él apareció. ¿Le esperaría algún día como en su sueño, tal vez sentada en uno de esos bancos?. No se había atrevido a preguntárselo hasta ahora. Y ahora supo que sí lo haría.

                Había comenzado a nevar de forma tenue y constante y Sara se escondía debajo de su paraguas. Su abrigo estaba salpicado por pequeñas motitas blancas que se quedaban delicadamente prendidas de él. Se acercó a la enorme puerta de madera y esperó. Desde la parte más alta de las escaleras de piedra observó los bancos que paulatinamente ocultaban su color oscuro bajo un blanco resplandeciente. Las ramas desnudas de los árboles se asemejaban a huesudas articulaciones. Un escalofrío agitó su cuerpo, un escalofrío que no sólo estaba producido por la baja temperatura sino por la mezcla de excitación, nerviosismo y duda que experimentaba. El frío se estaba haciendo más agudo por momentos y decidió esperar dentro. Empujó la puerta y, sin llegar a entrar, se tropezó con él, que salía. Se estaba colocando un gorro de lana y trataba de guardar todo su pelo dentro de él. Sin dejar de hacerlo se aproximó a ella y le dio un beso en la nariz.
  -¡Qué nariz más fría! -comentó sonriente.- No sabía que ibas a venir a esperarme. Ha sido una agradable sorpresa.
                Sara se turbó un poco y quiso disculpar su atrevimiento.
  -Verás... mi hermana no viene a comer hoy y pensé‚ que si tenías tiempo podíamos comer juntos y empezar con el retrato.
                Ya estaba. Para bien o para mal, ya estaba dicho. Ahora podía escuchar su aceptación o su negativa. Habían salido del edificio y estaban bajando las escaleras. Él todavía no había respondido a su oferta y las escaleras estaban llegando a su fin. Según lo que contestara, ella tomaría una dirección u otra; sin embargo permanecía mudo. Cuando alcanzaron el final de las escaleras Sara se detuvo. Él la miró con extrañeza.
  -¿Por qué te has parado aquí?. ¿No vamos a mi casa?.
                Sara se quedó con la boca abierta y una frase quedó sin pronunciar entre sus labios. Algunas veces parecía una estúpida. Sus heladas mejillas sufrieron un súbito aumento de temperatura. Reanudó el paso sin mirarle a la cara. Él hizo un comentario jocoso acerca del color de sus mejillas y Sara, molesta, le dio un coscorrón. Entonces se estableció un juego entre ambos, como una pelea de niños en la que las caricias se reprimen y en su lugar hay pellizcos y cosquillas. De vez en cuando se entablaban este tipo de peleas cariñosas entre los dos, normalmente provocadas por los comentarios punzantes de alguno de ellos. Eran un juego en el que medían sus fuerzas y eran una fachada tras la cual podían tocarse de forma infantil y acercarse más de lo que hubieran podido hacer en otra situación. Los dos las deseaban, mas no osaban traslucirlo. Tenían que mostrar disgusto para darles autenticidad; aunque no siempre lo conseguían. Y ésta terminó siendo una especie de baile sobre la nieve.
El la había cogido por la cintura y ella estaba dando vueltas en el aire. Cuando la depositó en el suelo con suavidad, clavó sus ojos en ella fijamente. Sara tembló. Estaba reconociendo en aquellos ojos lo que ella solía expresar con los suyos y sintió un miedo repentino. Se soltó y comenzó a derramar palabras sobre lo primero que pasó por sus pensamientos. Nunca había sentido tanta tensión concentrada en un instante. Por primera vez creyó que él podía sentir algo hacia ella y esto la asustó más de lo hubiera sospechado. Podía suceder. Ya no era una fantasía que existiera únicamente en sus sueños; sino que se podía convertir en realidad. En un momento en el que él había bajado la guardia habían asomado a sus enigmáticos ojos las emociones contradictorias y el deseo contenido y ella lo había comprendido. Aunque intentaran hablar con  normalidad, había sucedido algo mágico en ese breve instante,  con esa mirada, y bajo sus abrigos latían sus corazones de un modo desconocido hasta entonces.
               
                Cuando llegaron al estudio Sara no podía recordar sobre qué habían estado hablando durante el trayecto. Apenas comieron. El nerviosismo había anudado sus estómagos. Sara era consciente de estaba caminando descalza sobre un sendero de espinas y de que podía clavárselas muy profundamente.
                Mientras permanecía inmóvil, con la luz iluminándola desde una ventana, él la observaba minuciosamente para tratar de dar a cada pincelada el espíritu adecuado. Las pestañas, el arco de las cejas, la nariz, el contorno de los labios... Nunca nadie la había mirado de aquella forma, intentando adentrarse en su yo más profundo para extraer toda su belleza. Se sentía invadida y, al mismo tiempo, halagada. Podía sentir la mirada de él deslizándose sobre cada rincón de su cara, como una caricia liviana y delicada, como si un ciego estuviera palpando con sus dedos cada centímetro de piel para descubrir cada uno de sus rasgos. Una inquietud creciente se iba apoderando de su cuerpo. Quería levantarse.  Quería salir de la estatua de piedra en la que se sentía  encarcelada  y acercarse a él para comprobar si realmente su boca encerraba los encantos  que  no podía recordar aunque sí soñar. La suavidad, la dulzura, la pasión inflamada. Todo estaba por suceder. Todo pertenecía al futuro. Quizá  si diera el primer paso todo ocurriría precipitadamente y no hubiera tiempo para pensar en culpas. Sí. Eso era. Tenía que actuar sin titubeos; sin embargo permanecía inmóvil, como si en realidad estuviera prisionera en el interior de una estatua. De nuevo la mano invisible del miedo surgía y la atenazaba. Miedo al rechazo, miedo a la burla, miedo a haber interpretado mal lo que había visto en sus ojos. ¿Experimentaría él también alguna de estas sensaciones?. No, eran vanas ilusiones, decía su razón. Sí, es posible, decía su intuición.
                Y él, a escasos metros de distancia, experimentando los mismos conflictos, la misma culpa, el mismo miedo, continuaba dando pinceladas sobre un lienzo que había sido una excusa y, mientras tanto, procuraba contener el terrible impulso de acercarse a ella y sucumbir a una tentación tan antigua como el universo y que lo estaba volviendo loco.

                Eran como volcanes. Volcanes que podían entrar en erupción dentro de un segundo, de una hora, de un día; o de un mes, o de un año. O podían esperar latentes toda la vida. Ninguno de los dos sabía lo que sucedería pero se quedaron con la respiración contenida, deseando que ocurriera en el segundo siguiente.

* Elena Buixaderas. Vitoria,  28 de Enero de 1994. Perfil.

martes, 25 de enero de 2011

Cuentos Breves Entretenidos (Ernesto Langer Moreno)

LAS VUELTAS DE LA VIDA

Ana María Alejandra del Carmen
Asunción Regina Erminda Violeta
Una mujer más bien tímida, sin gracia y casi imperceptible,
recibió una cuantiosa herencia
de una tía solterona y distante.
Se conmovió tanto con la noticia, que cuando dispuso de la plata
cambió su nombre por el de su generosa benefactora:
Olga Martina Dulcinea Ruperta Dolores
Mercedes Anastasia Colette
Y desde entonces, además, exigió que le llamaran por todos sus nombres.
Especialmente a sus ahora numerosos pretendientes.


PARA QUEDARSE CON LA DUDA

Se cansó de esperar
( todo tiene su límite )
Y se fue. ... por eso no alcanzaron a crearlo.


AMOUR DANGEREUX

Era un riesgo. Ellos lo sabían. Amarse puede llegar a costar caro.

Pero las hormonas rara vez hacen concesiones.
Por lo que continuaron decididos.
En el motel se maltrataron, se mordieron, se escupieron y hasta se
refregaron
el uno contra el otro sobre la cama o el suelo.
Después volvieron cada uno a sus respectivos domicilios,
sin saber lo que les esperaba.

A él le pusieron un revólver en la sien.
A ella la abandonaron con los niños.

Y a Cupido le cortaron los testículos... por inconsciente.


INCREDULIDAD

La enviaron del más allá con un propósito.
Nadie mejor que ella para dar testimonio
así es que le dio rienda suelta a su lengua.
Pero tanta revelación amenazó con desincentivar a los oyentes.
Es difícil creer que alguien ha vuelto del otro lado.
Aunque ella se elevara por instantes del suelo.
No debía ser más que un buen truco para darle más color al espectáculo.
El clímax sin embargo llegó cuando ella, quitándose la ropa,
dejó ver su cuerpo completamente invisible y comenzó a brillar
encandilando al auditorio.
Ahí se convencieron todos. Y se maravillaron
de los increíbles avances de la técnica.
Y aplaudieron ..... porque un truco así no lo hace cualquiera


ASI ES LA VIDA

Las alcancías se iban llenando a medida que el tiempo pasaba.
Era un buen día.
La lengua no les había parado y los incautos se
desprendían de sus monedas.
Al llegar la noche se habían hecho de una pequeña fortuna
y su goce era magnífico.
Luego se fueron caminando hacia su casa y al doblar una
esquina,
tres enormes brutos armados hasta los dientes, los asaltaron :
la bolsa o la vida.
Dejándolos como al principio sin un cobre.


UN DIA TERRIBLE.

El microbús entero parecía sudar por las ventanas, apretado por el tráfico
entre otras sofocadas máquinas. Era un día sin dudas sobrecargado, empozado
en medio de un calor amenazante. Nadie decía nada y a lo más el gesto era
para limpiar el sudor de la frente o del cuello. El chofer dobló a la
izquierda y tuvo que hacer algunas maniobras con sus brazos transpirados.
El vehículo se pegó al suelo. Las espaldas se pegaron a los respaldos de
plástico. Luz amarilla... Luz roja. El accidente fue inevitable. Los frenos
no respondieron. El pedal derretido se pegó a la suela del zapato. Nadie
estaba suficientemente lúcido para preveer ese estrellón. Llegaron los
carabineros. Se juntaron los curiosos. El noticiero de las ocho dió cuenta
de la terrible ola de calor. Los pasajeros descansan ahora, fríos.. ... en
la morgue.

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( cuentos del libro " cuentos breves entretenidos y felices" )
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* Ernesto Langer Moreno. Web personal.


domingo, 23 de enero de 2011

Gómez y señora (Gabriel Trinidad Ruiz)

Gómez es un individuo retraído y delgaducho que sería moreno si sobre su cabeza quedara algún vestigio de cabello. Frente a su galopante miopía se proyectan dos gruesas lentes redondeadas que asientan, unidas por el yugo de una montura metálica, sobre la protruyente base de su apéndice nasal y hunden en sus ojos saltones cuando mira de frente. Para disimulo y encubrimiento del ausente entramado capilar, gusta vestir un singular bombín, a juego con los lustrosos zapatos que obtuvo por el mismo precio cuando adquirió el traje gris oscuro que suele lucir los martes, día de pago en la fábrica de calcetines en la que trabaja como supervisor del elástico.
A lo largo de los cincuenta y tres años que contempla en el espejo cuando se afeita cada mañana, Gómez ha hecho de todo antes de conseguir su actual empleo, desde doblar pañuelos de papel para su posterior empaquetado, hasta peinar caniches en la pajarería del centro comercial.
Precisamente fue en uno de sus innumerables trabajos donde conoció a la que tres años después se convertiría en su esposa. Entonces tenían ambos treinta y pocos años y habían sido contratados por una empresa autónoma dedicada a la promoción de los juegos de azar y en cuyo local se servían licores de fabricación propia. Es decir, trabajaban en un casino ilegal que albergaba, ocultaba y explotaba un alambique clandestino.
Por supuesto, ni Gómez ni su futura tenían conocimiento de los detalles financieros de su patrón, y eso fue precisamente lo que les libró de ingresar por unos años en la reserva inactiva presidiaria. Desde entonces, al principio para no violar la condicional, Gómez y señora han trabajado siempre alejados de los flexibles límites de la ilegalidad, y sus únicos contactos con el mundo carcelario se han reducido a varias visitas, repartidas en los primeros años, a su arruinado ex-jefe para consolarle por la injusta y amarga privación de su libertad.
La señora de Gómez es una rubia que habría preferido ser explosiva en lugar de escuálido palo de fregona pero que, en su juventud, tuvo cierto éxito entre las verdes hordas de infelices que salían los fines de semana de la base militar próxima a su casa. En la actualidad, se encuentra entregada por completo a las ingratas labores domésticas, aunque aún tiene tiempo para compaginar su duro trabajo con el visionado para su estudio con fines no comerciales de teleseries y concursos matinales.
Ciertamente Gómez y señora forman una peculiar pareja que en ningún momento ha dejado caer su matrimonio en la rutinaria monotonía. De hecho, desde que el día de su boda descubrieron el uno del otro la existencia de un secreto, no han cejado un instante en el intento de descubrirse mutuamente.
Todo empezó como digo la noche de bodas, cuando, entre los jadeantes y apresurados comentarios propios de la intimidad marital, Gómez pronunció entrecortadamente un nombre: Helga... Lo cierto es que el hecho en sí no parece en realidad revestir la menor gravedad, y en principio no lo haría si no fuera porque el verdadero nombre de la reciente señora de Gómez era y sigue siendo Saturnina, apelativo por cierto que, aparte de no parecerse en absoluto al desafortunadamente pronunciado, era de sobra conocido por el incauto marido.
Antes incluso de darse cuenta del error cometido, Gómez se encontraba ya, los dientes en la moqueta, comprobando de cerca la integridad de la suela del nupcial zapato derecho. Cuando quiso levantarse para realizar un heroico intento explicativo que pudiera salvar sus maltrechos huesos de más golpes, recibió en el generoso blanco que su nariz ofrece, el impacto súbito del bolso de su señora, extraído a tal efecto por la misma de la maleta y descargado con destreza a modo de mortífero proyectil contra su cara.
Dos horas después, Gómez despertó aún asustado en la ruidosa soledad de una sala de urgencias, con una gruesa venda sobre su dolor de cabeza y la convicción de que su mujer había tenido éxito en su intento de enviudar prematura y violentamente.
Sin embargo, la espantosa visión de la todavía señora de Gómez, aún enfundada en el traje de novia y con el rostro congestionado por las lágrimas, avanzando a trompicones por el pasillo y blandiendo de nuevo el criminal zapato ensangrentado le arrancó bruscamente de su error apremiándole para emprender una huida que, por otro lado, no le llevó muy lejos. Nada más levantarse con la idea de que su asesina se abalanzaba sobre él, llorando de rabia para rematar su anterior y frustrado asalto, cayó enredado en los cables de su destierro hospitalario, golpeando y perforando en su caída el recipiente de sus recientes residuos líquidos, y hundiéndose en la realidad de su flamante vida conyugal, miserablemente dolorido y cubierto por orina y suero glucosalino.
Aún hubo de transcurrir más de una hora de diplomáticas mediaciones por parte de los médicos, los testigos de la boda e incluso el representante humano de su lazo divino antes de que Gómez consintiera la visita de su mujer, eso sí, bajo la estricta vigilancia del anciano sacerdote.
Tras unos tensos instantes de dubitativo silencio brotaron sin pensar las palabras de disculpa mutua que resonaron en el frío enlosado como fuegos de artificio en nochevieja. Varios minutos después Gómez decidió ejercer el derecho, en favor de su pública y personal salud, de conocer el contenido del bolso asesino que a punto había estado de reorientar su carrera hacia la cría de malvas. Sin embargo, a pesar de que para expresarse tomó una pausa para retener el aliento y el valor necesarios, su respuesta no fue sino la exigencia, por parte de su esposa, de que revelara la identidad de la tal Helga que convirtió la noche de bodas en un drama hospitalario.
Actualmente, después de tantos años y a pesar de que los fallidos y numerosos intentos con los que ambos han pretendido descubrir el secreto del otro han sido llevados a cabo con gran ingenio y a veces valentía, los que conocemos a esta insólita pareja no podemos evitar pensar que en realidad ninguno de los dos desea apagar ya la principal fuente de cohesión que mantiene su convivencia feliz y proporciona un sólido tema de conversación para las tardes bochornosas del verano cuando no hay fútbol ni telenovelas.

* Gabriel Trinidad Ruiz

jueves, 20 de enero de 2011

El día que nunca existió (Jorge Majduf)

Joseph Hanlon (el autor de Who calls the shots y Peace without profit) había ido a Pemba por un reportaje para la BBC a Nteuane Samora Machel. El hijo del célebre revolucionario mozambicano se encontraba haciendo ejercicios militares en el norte; Graça, su madre, estaba en Londres recibiendo un nuevo premio y aún no era la esposa de Nelson Mandela.
 Al día siguiente, Joe y su esposa Teresa programaron una recorrida por las islas y nos invitaron a Nadia y a mí para que los acompañásemos, no sé si por compromiso o porque les caímos bien en la cena con Nteuane. Salimos un viernes o un sábado desde Quizanga, en un barco de pescadores y llegamos a Ibo casi al atardecer.
   Recuerdo, como esta noche, que nos instalamos en una casona antigua, propiedad de un amigo de S.M. Las habitaciones sobraban y yo imaginé que Nadia tomaría la que daba al mar. Porque allí habían máscaras y unas enormes pinturas de algún artista desconocido; y porque Nadia evitaba siempre quedarse en la misma habitación que yo. Pero después de que arrojé mi maleta sobre una de las camas de la habitación trasera, apareció ella e hizo lo mismo. Sin consultarme siquiera, dijo que iba a quedarse ahí, conmigo, porque la asustaban las máscaras que no pueden hablar.
   —Prometo que no diré ni “a” en toda la noche —dije yo, fingiendo suficiencia— y que no intentaré espiarte desnuda.
   —Más te vale— respondió, buscándome los ojos. Sentí en mi boca esos ojos, profundamente azules como los de su madre.
   —¿Hiciste tu reporte diario?— pregunté al rato, refiriéndome a las largas cartas que le escribía a Damián. Ella le detallaba todos los paisajes que había visto durante el día, evitando (lo se) mencionar mi desinteresada compañía. Tal vez disfrutaba más escribiéndole a Damián, mirando las cosas por él que por ella misma; porque el amor es uno de esos pocos estados en que uno es feliz pero además está obligado a reconocerlo. Creo que yo también la quería de alguna forma.
   —Hoy no —dijo tirándose en la cama—  No tengo luz y estoy cansada. Además hoy es un día que nunca existió. Mañana seguirá a lo que fue ayer, ya que no sabemos si fue viernes o si fue sábado... No te molesta, ¿no?
   —Claro que no —dije sin haber comprendido claramente—. Se te nota cansada y algo nerviosa.
   Después de dudar un instante, reconoció: —Sí, es verdad. Hace demasiado tiempo que no sé nada de Damián. Yo sé que también él estará preocupado.
   —Y con más razones —agregué—. Yo que él no te hubiera dejado venir sola.
   —¡Pero si no estoy sola!— casi gritó, incorporándose de golpe. Sin embargo, como era su costumbre, poco después me invitó a retirarme porque quería descansar.
   Con el sol todavía alumbrando, salí con uno de los guardias en busca de azúcar para el té y aproveché el momento para conseguir la zuruma. El guardia fingió no comprender mi portugués pero, poco después, me prometió unas hojitas para el anochecer.
   Cuando volvió a esa hora, los ingleses y Nadia estaban tomando el té en el patio, apenas alumbrados por una vela. Joe y Teresa festejaban una historia de Nadia. Debió contarles la vez que un ministro de la dictadura uruguaya se rió ante el ministro de la marina de Bolivia, porque le oí traducir lo que el boliviano le había respondido a su colega:
   — At what do you laugh? Don’t you have a Ministry of Justice?
   Al lado de la puerta que daba a la calle encontré la sombra del guardia (creo que se llamaba Babá o Dadá, lo que podía ser un nombre brasileño o africano);  sonriendo,  me  dijo  que con aquello me iba a sentir muy bien y que si quería podía conseguir más. Después me habló de Pangane y de otras islas más al sur; confundió América con la américa más pobre, aduló la claridad de mi portugués y no supo decirme si era quinta o sexta-feira.
   Cuando volví al patio (estaba tan oscuro que ni siquiera notaron mis movimientos) Joe me habló sobre un baile que habría en la isla. Me sugirió que fuésemos, Nadia y yo, por lo que adiviné quería quedarse solo con su mujer esa noche. Después me sorprendió que Nadia aceptase ir; porque todo en África le molestaba: el olor de los quimoanes, los mosquitos de los macondes, el machismo de los macúas que imponía a las mujeres el acarreo del agua diaria. Yo le recordé que aún más odioso era el machismo de nuestro orgulloso mundo desarrollado, que prohibía a una mujer mirar una obra en construcción o caminar sola una noche de verano. De aquel diálogo descubrió que siempre había vivido cuidándose de algún tipo de vejación; y que detrás de sus labios desnudos y su mirada clara llevaba incorporado, desde muy joven, un velo tan hermético como ese otro visible que llevan algunas mujeres musulmanas. O peor, porque ni aún así estuvo un día segura entre nuestros latin lovers. Y que si había una raza odiosa en el mundo era, precisamente, esos representantes del sexo superior. ¿Cuándo en India, en Egipto o en Mozambique se había sentido tan amenazada  como en Montevideo o como en Chicago?
   Reconozco que, a pesar de la repetida oscuridad de esa noche, Nadia llamaba la atención de cualquiera; más que de costumbre. Creo que se había arreglado con esmero; para impresionar, como en la fiesta del Buckingham Palace. El sol de África no había hecho mucho sobre su piel; porque no era posible arrancarle  otro color que no fuera el rosado vergonzoso de sus mejillas cuando alguien  le elogiaba la tranquilidad de sus ojos o el trazo ligero de su perfil; y porque le tenía tanto miedo a la intemperie extranjera que nunca salía sin una cantidad excesiva de escudo solar o de repelente para  mosquitos. Bastaba con que el calor le bajara un poco la presión para imaginarse insolada o enferma de malaria, rodeada de dos mil kilómetros de caminos intransitables.
    Esperábamos tambores y negros saltando alrededor de una hoguera y lo que encontramos fue casi lo mismo pero con música  de  Madona.   Mientras  hubo  combustible  para   el prehistórico generador,  los  quimoanes  y Nadia  bailaron  como  animales.
   Pero  la  luz  y  la  música  no  llegaron  hasta  media  noche. Poco antes, se extinguieron en un rugido casi africano. Hasta que todo quedó como en un cuarto oscuro. De a poco comenzaron a distinguirse algunas cosas, sobre todo cuando la luna salía detrás de las nubes: el mar, un enorme cajueiro que limitaba por arriba el patio, el muro de bambú, algunos rostros oscuros y con enormes risas blancas, casi siempre de mujeres con ganas de probar.
   Salí a la calle y tomé por la principal, que era como una avenida ancha y arenosa, limitada de un lado y del otro por espesos árboles negros y ruinas de dos pisos, casi todas abandonadas. No encontré a Nadia y ni la busqué. ¿Tenía yo que cuidar de ella? Creo que sentí rabia y liberación al mismo tiempo. Armé el “cigarro de Mueda” y lo fumé mientras caminaba hacia la plaza.  Entré a la plaza y recorrí todas las sombras y verifiqué que tampoco allí había nadie, como si la población toda prefiriese las palhotas en la selva a los antiguos palacios portugueses. Después tomé por una de las calles secundarias y caminé hasta otra sombra sobre la arena. De repente advertí gente como fantasmas. Algunas personas rodeaban algo y murmuraban quimoane en silencio. Entonces me acerqué para ver que rodeaban a Nadia, acostada en la arena blanca y oscura mientras un hombre montaba sobre su sexo. Estoy seguro que ella me veía y veía a los demás que la miraban. Y estoy casi seguro que sonreía o hacía un gesto que no era de dolor. El hombre era uno de los guardias de la casa, el mismo que nos había acompañado al baile y el mismo que ella mató. Porque fue ella que lo mató con una asada y no yo, como me quiso hacer creer al otro día. Pero eso de nada importa; porque ese día fue el día que nunca existió y nunca nadie lo sabrá. Por otra parte, lo que me había vendido el guardia no era zuruma sino hojas de otra planta que ya no recuerdo el nombre. También en esto se equivoca mi querida Nadia.

* Jorge Majduf. Uruguay. Wikipedia. Ensayistas.org 

sábado, 15 de enero de 2011

Fray Luis y las manzanas (Germán Vieco)

Eran tiempos de guerra y de peste, de fé y de ignorancia. De altas torres de piedra, y chatas iglesias que olían a incienso y a vino, a paja y a manteca. Y en los campos y los caminos - frutos de una era  incierta, empujándose sin fin los unos a los otros - crecían campesinos, soldados, gitanos y brujas.
El sol empezaba a descender en el cielo y Fray Luis, montado en su burro, ajeno a todo este movimiento, volvía a su convento desde los lejanos huertos con las alforjas repletas de manzanas que había cogido esa misma tarde. A los lados del camino los pastos, los olivos y las viñas le miraban pasar con verde y perezosa curiosidad.
Pero el fraile no era consciente de ello. Balanceándose sobre el lomo duro y peludo del burro, canturreaba salmos en voz baja.
Entonces algo le distrajo de su oración. Al principio no fué más que una molestia en la boca del estómago, que poco a poco fue creciendo hasta convertirse en un dolor punzante, absoluto: poco después perdió el mundo de vista y cayó al suelo, con un ruido como de ropa vieja. Luego escuchó el redoble de los cascos del burro al alejarse trotando.
Pasó un buen rato. Tumbado boca arriba en el camino, Fray Luis sintió que el dolor iba dejando paso a un blando adormecimiento que se iba apoderando de él.
- ¿Voy a morir, señor?- preguntó al cielo en voz alta - ¿es este el momento?
El cielo no dijo nada.
Como dice el tópico, su vida entera empezó a desfilar ante sus ojos: se vio primero cantando en el coro, acompañado de los demás monjes, en una mañana de verano. Luego trabajando el pequeño huerto del convento, o - como aquella misma tarde - en las tierras de alrededor, durante las tardes. El cuadro cambió de golpe, y se vio paseando por el claustro, y dibujando miniaturas en la biblioteca, sentado en su pupitre. Ora et labora, decía la regla. Mortificación y renuncia.
Y el libro de su vida seguía pasando capítulos. Volvió a verse cantando en el coro, ahora en una mañana de lluvia. Y trabajando el huerto por las tardes. Y paseando en el claustro, o dibujando miniaturas en la biblioteca, sentado en su pupitre. Con algo de tristeza, se dio cuenta de que todos sus días habían sido el mismo, salvo por algún detalle nimio como el clima, las estaciones o los años. Y por fin, tras una sucesión interminable de cantos, trabajos y paseos, llegó hasta el momento actual, y se vio muriendo solo en un camino polvoriento, sin pena ni gloria, sin cánticos, sin fanfarria de trompetas tocadas por serafines. Por más que se concentraba, no veía el cielo abrirse por ninguna parte.
Sin venir a cuento, una cigarra se puso a cantar en un matorral cercano.
No era justo. Toda una vida preparándose para ese momento, y ahora sentía que había sido inútil. Ni siquiera tenía un pasado licencioso del que arrepentirse, gozando secretamente con su recuerdo de vez en cuando. Sólo cantos, trabajo y paseos. Y alguna miniatura, claro.
- No es justo.
Ni el Diablo se había tomado la molestia de tentarle. Recluido en su santidad - ahora lo veía - se había aburrido mortalmente, y hasta ese aburrimiento se había disuelto en el caldo uniforme de sus días y sus noches. A lo mejor la vida eterna  también era así de aburrida, con el agravante de que no habría verano ni invierno, ni días, ni noches. A lo mejor el cielo era un monasterio infinito con un inagotable huerto, un interminable claustro y una ilimitada biblioteca.
No. Decidió que prefería condenarse a comprobar que así era. Había que hacer algo, y deprisa.
Entonces, a su alrededor, vio las manzanas.
Las manzanas. Habían caído del canasto al huir el burro, y ahora le rodeaban en el suelo, como cándidos centinelas. Algunas eran de un verde pálido y otras amarillas, y la mayoría se teñían a trozos de un  arrebol violento... fijó la vista en ellas, y luego aspiró su olor ácido y al tiempo suave, dilatando mucho las aletas de la nariz. Manzanas, por supuesto. Nada más apropiado.
La condenación de Fray Luis fue rápida, instintiva y urgente: extendió la mano con dificultad, y agarró una de las manzanas. La manoseó, la palpó con algo parecido a la lujuria y en la mitad de un momento aprendió a recrearse en el contacto de su piel lisa y tibia, explorando su superficie una y otra vez  con dedos ávidos e impertinentes. Se la llevó a la boca y la mordió vorazmente, notando cómo el zumo ácido y fresco se le escurría de la boca manchándole las mejillas, el cuello y el pecho. Por primera vez en su vida se sintió lúbrico, perverso y lascivo.
Y entonces, notó que la negrura le invadía del todo. Se dejó llevar, con una sonrisa de triunfo.

***
- ¿Hermano?
Una voz grave. Quizá el Diablo en persona, que venía a recibirle… algo más lejos, un rebuzno.
- ¿Hermano?
Otro rebuzno más fuerte. Abrió los ojos.
Lo primero que vió fueron unos pies calzados con albarcas, que para nada parecían pezuñas de cabra. Más arriba un jubón gastado y una pelliza de lana.
- ¿Estais bien, hermano?
Se encontraba en el mismo camino, ya de noche. Un pastor enorme sujetaba con una mano la correa del burro fugado y le tendía la otra para ayudarle a levantarse.  Se agarró de ella y se incorporó. Al hacerlo pisó una manzana, que reventó bajo su sandalia con un blando crujido.
Fray Luis ya no se sentía un ángel caído, ni un santo, ni un hereje. A decir verdad, se sentía como un perfecto imbécil.
Confundido, miró a su alrededor. Debían haber cerrado ya las puertas del convento. Le preguntó al pastor si podía cobijarle esa noche.
- Pues claro, venid a mi cabaña. Allí tengo queso, y un vino muy bueno.
Tirando del burro echaron a andar camino adelante.
Al doblar un recodo, Fray Luis creyó ver algo a lo lejos. Moviéndose como luciérnagas en la oscuridad había unos débiles puntos de luz: antorchas, seguro. Debían estar buscándole.
Por un momento, las siguió con la vista. Luego se caló la capucha del hábito - empezaba a hacer frío - y siguió andando detrás del pastor, sin decir nada.


Germán Vieco. Otros relatos . L´Hospitalet de Llobregat

martes, 11 de enero de 2011

El Giro (Cesar De Andrés)

EL GIRO


Todo era muy confuso ... . La oscuridad se había hecho mas impenetrable y húmeda. la Profecía parecía haberse cumplido. Froth buscó algo que le indicase donde se encontraba, una referencia por pequeña que fuera.  Lo ocurrido parecía estar fuera de su alcance. Tras unos minutos de mudo pánico, aumentado  por el grito de mil gargantas a su alrededor, su mente comenzó la composición del rompecabezas  con las escasas  piezas de que disponía.

¿ Cómo pudo suceder ? ... vinieron a su mente antiguas leyendas contadas por los mas viejos; la Profecía  había formado parte de sus cuentos desde la infancia: "El mundo girará vertiginosamente, ...crujidos profundos y ensordecedores, ... entonces las coordenadas cambiarán ... el arriba no será mas ... la oscuridad se hará profunda ... y el giro parará para siempre... y entonces la luz cegará ...  comenzará la búsqueda";  estos míticos relatos comenzaban a asemejarse demasiado a lo que acababa de ocurrir.

Minutos antes Froth se encargaba como todos los días de su trabajo de almacenista. Eso hacia que  conociese muy bien todos los caminos de su complejo y algunos del nivel superior; el como jefe de decimotercer almacén tenía ese privilegio.

 De poco le servían ahora sus privilegios y conocimientos, las cosas ya no eran como antes aunque todo le parecía tétricamente familiar... todo parecía pero no era,...  al principio pensó que sería el efecto causado por la escasa luz que se  filtraba entre el polvo en suspensión, pero cuando consiguió  distinguir entre las  polvorientas brumas las señales, que ya no estaban como siempre en las paredes sino que se distribuían por suelo y techo, la frase  "el arriba no será mas"  le golpeó machaconamente la cabeza.

Pasados unos instantes, en los que su respiración sonó ronca y agitada,  se obligó  a reconstruir lo acaecido desde un principio, era necesario si quería orientarse y buscar una salida rápida a la situación:

 Estaba camino a su oficina ..., primero fue una vibración rápida, que le revolvió el estómago,  acompañada de un ensordecedor ruido. Casi inmediatamente un profundo olor a hidrocarburo y madera quemada llegó  hasta su experto olfato. Todos corrían gritando a su alrededor, soltando sus cargas y pertrechos. De pronto, durante unos instantes, la situación pareció normalizarse. El tiempo se detuvo  y nadie parecía respirar.

Fue entonces cuando pareció cumplirse la Profecía. Un lastimero aullido retumbó  en su mundo. Un viento huracanado, jamás visto, recorrió los conductos empujándolo todo con una fuerza irresistible.
Todo se revolvía en la colonia,  las pesadas cargas que con anterioridad laboriosos peones dirigían al almacén de su nivel, volaban ligeras, pero mortíferas cuando aplastaban contra las paredes a los inocentes trabajadores que se confundían con ellas en su vuelo incontrolado. El viento fue sustituido por una lenta pero inexorable y creciente inclinación del complejo. Froth que había conseguido salir indemne del chorro de aire plagado de proyectiles, comenzó a incorporarse cuando, perdido el  equilibrio, se lanzó contra la pared mas próxima en la búsqueda de un apoyo que su cabeza parecía no ubicar correctamente. Nuevos crujidos intermitentes y de desgarrador lamento,  llenaron el aire de la cavidad.
La inclinación aumento, su  velocidad se incrementó  en una progresión inimaginable, que hizo que Froth solo pudiese lanzar un mudo grito, abriendo su boca de manera inverosímil, mientras se apoyaba en la pared hasta el extremo de fundirse con ella.

El primer impacto , seguido de estruendosos gemidos, fue de tal magnitud que Froth rebotó de pared en pared. En seguida, una desconocida fuerza le volvió a elevar bruscamente hacia un lado, para inmediatamente caer como resorte a su posición anterior. Este proceso se repitió varias veces  ... no pudo evitar golpearse, en cada una de las ocasiones  en que su mundo osciló con bruscos lamentos de madera rota.

"El Giro" ... comenzó .  Froth resbalaba alrededor de paredes, suelos y techos al unísono con el rápido giro de su mundo. Aunque sólo duró unos segundos, a él, le parecieron décadas.

¿ Qué pasó ? se preguntaba una y otra vez mientras observaba, por su único ojo sano, las heridas de su cuerpo y escuchaba, entre punzantes dolores, los miles de lamentos que le llegaban desde todas las galerías.

Todo era muy confuso.... Tras unos breves instantes en los que pareció perderse en sí mismo,  Froth comenzó a avanzar retirando con rabia los escombros que le entorpecían el paso. Los que aun podían caminar, reconociendo su superior rango, empezaron a seguirle calladamente. Nadie preguntaba nada. Froth callaba. Sus pensamientos no estorbaban sus intentos por orientarse en el caos, no sabía porque, pero lo sabía ... de no encontrarse con nadie de mayor autoridad,  tendría él que dirigir a los que le seguían.

 La destrucción lo cubría todo, y Froth se dirigió,  impulsado por esa desconocida  fuerza,  hacia una apertura de cegadora luz ...todos le acompañaban sin protestar a pesar de lo molesto que resultaba soportar esa luminosidad.  Lentamente, pero sin pausa, comenzó el éxodo fuera de un mundo muerto, que hasta entonces había sido el único existente ... la búsqueda comenzaba.

En lo alto, un  musculoso hombre con una motosierra aun caliente en su mano derecha, se secaba el sudor que perlaba su frente, mientras observaba con indiferencia a una columna de blancas termitas emerger del árbol recién derribado, ... en lenta procesión.

César de Andrés
Noviembre gélido de 1996
México D.F., pero gachupa al fin.
Libros en Red

lunes, 10 de enero de 2011

Donde mejor se puede gozar (Rosa Elvira Peláez)

-Eh, nagüe, ven acá.
El grito me sacudió del abismo calórico en que me encontraba, con todos mis sentidos despetroncados; hacía un calor del coño`e su madre en Santiago de Cuba. Yo venía de una reunión kilométrica de casi nueve horas y tenía dispersos mis instintos. Me sentía abrumado y la pregunta no dejaba de acosarme: ¿por qué reuniones tan largas? Dicen que lo importante no puede tratarse en poco tiempo, pero dudo que sea cierto, porque las sanguanguerías se cuelan en las reuniones largas con el apetito de un monstruo de siete cabezas. Qué forma de jodernos la existencia.
Durante nueve horas habíamos estado, literalmente, en un asador, cocinados por el sol repicando en el techo de zinc, con 38º a la sombra, víctimas de unos ventiladores agonizantes que nos echaban vahos calientes y de la cháchara sin fondo de decenas de oradores. Para mi gusto, aquello era un gimnasio para la “sin hueso”: tremendo palique desparramado como si tratáramos algo tan grave como un hipotético hundimiento de la isla. Habíamos estado discutiendo el proyecto de normas para aprovechar mejor los clavos, maderas y otras simiñocas que sobraban en las construcciones. Era imprescindible unificar un plan nacional, por lo del bloqueo y la falta de recursos. Una ejercitación de costumbre, prepararnos pa`lo que viene. De todo el país habíamos llegado a la ardiente ciudad oriental para un encuentro en dos jornadas; la clausura transcurrió con las consabidas bajadas de línea y salimos a la calle como manada desbocada pensando buscar alivio cuando entrara la noche. Era la víspera del 26, Día de la Rebeldía Nacional.
Santiago estaba en julio y en carnaval. Santiago estaba alegre, pese al calor que reventaba las entrañas y licuaba las neuronas. A la noche iba a meterme en el marasmo vibrátil y sensitivo de la pachanga de congas y comparsas, para extraviar mis impaciencias e incertidumbres sobre los clavos, el ahorro y las metas, entre las caderas pródigas y macizas de las negras de Santiago, rebelde ayer, rebelde hoy, rebelde siempre. Amén. Quizá alguna de las pimentosas bailarinas quisiera humedecer mi soledad en la habitación sin agua del hotel Casagranda, frente al Parque Céspedes, en pleno corazón de la ciudad.
-¡Coño, chico, ven acá!
Peiné con la vista los alrededores. Sin dudas, el nagüe-chico era yo. En aquel rincón de la placita, bajo el árbol más frondoso, sólo mi esqueleto se acomodaba en el desvencijado banco. El flaco que gritaba me era desconocido. ¿Y por qué no se acercaba él?
-Dale, consorte, echa pa`cá, te conviene –insistía el flaco, sosteniendo una jaba de dudosos contornos, pero pesada por el arqueo que provocaba en su hombro. Estaba en la esquina de la placita, detrás de otro árbol, unos metros más allá de mi banco.
Me levanté de mala gana y fui hasta él.
-¿Qué te pasa? –pregunté sin ningún tono amistoso.
-Asere, lo que traigo aquí es puro mamey.
-El mamey no me gusta.
-Ñoo, chico, no seas bruto, te hablo de un ronazo que para a un muerto, y barato, vamos, pa`no regalarlo, pero casi lo mismo.
-¿Ron? ¿Lo fabricas tú?
-Un socio, como si fuera mi hermano –contestó, y al ver mi cara, agregó como un cohete: No problem, este ron es lo más saludable que te va a pasar en la vida. Tú no tienes pinta de ser de aquí, ¿habanero?
-Sí.
-Con este roncito nunca te vas a olvidar de Santiago. Palabra de El Jíbaro. Dale, nagüe, descose el bolsillo. Cinco baros es na de na. Pa`lo que vas a llevarte, puro mamey.
-Claro, si tú no te haces publicidad, quién, porque seguro tu abuelita no tiene tiempo. No compro ron en la calle, chico, eso es fu, mira que pasan cosas, mezclan con lo que no es y te viran el pellejo.
-¿Estás contento ahora con tu pellejo? –replicó el flaco. Sus ojitos brillaban como cocuyos. Tenían una lucecita rara, ¿venida de dónde?  Me miraba fijo, parecía un “pitoniso” en pose.
Francamente, yo no estaba contento. Miré el reloj, faltaban par de horas para las nueve, inicio del carnaval. Entonces las calles se alborotaban y todos salían a desparramar las ganas de reír y bailar. El alcohol chorreaba en cada esquina y los tamales, las mariquitas y el pan con puerco sudaban sus olores, y la música era un río voluptuoso, crecido, que arrastraba con todo. Con todo, y después de todo, me dije, por qué no aceptar el ofrecimiento de El Jíbaro. Sería una buena forma de apurar al reloj para mi cita con la joda.
-Bueno, dame una botella.
-Por ocho cañas te llevas dos, una ganga.
-Bueno, dale... ¡eres tremenda ficha, chico! Echa pa`cá –dije, con ganas de sacarme ese pegote de arriba.
Cuando desapareció a la vuelta de la esquina, ya estaba de nuevo en mi banco. Del cartucho saqué una de las botellas, le quité el corcho con visos de materia prima recuperada, y me empiné un buche largo. Nada mal. Me di una serie de cañangazos y en minutos achiqué el líquido hasta la mitad. A partir de ahí me encaramé en una nube donde el tiempo estaba prohibido. Julio me parecía el mes más maravilloso y Santiago la más fresca de las ciudades. ¿Por qué el carnaval dura tan poco? ¿Por qué la vida tiene que ser tan rutinaria? ¿Por qué aguantar reuniones con tipos como esos palucheros que la habían alargado innecesariamente? ¿Por qué tragar metas y consignas sin ton ni son? ¿Por qué soy como soy? Quisiera ser un poco, aunque sea un tin, del burujón de sueños que me recorren y se apelotonan en una cola interminable, racionados, y terminan aburridos y sin chances de reciclarse. Y estaba en eso, un barullo de interrogantes, cuando una mulata de lujo se aposentó a mi lado, embrujándome de primera y para; las tablitas cansadas del veterano banco rechinaron emocionadas cuando aquel trasero les cayó del cielo. Una mujer así sólo podía ser mandada por el cielo. La fulana me encandiló con unos ojos prietos y achinados, me posó una mano en la rodilla, una mano caníbal que no demoró en acomodarse en mi entrepierna. Con la otra mano me untaba el cuello y el pecho, con la devoción que pone un fiñe con ganas de comerse un pan con mantequilla. Me sentía amanecer de felicidad. En fin, que estaba en el mejor de los mundos, más allá del esfuerzo decisivo para sobrecumplir cualquier cosa y de la lucha contra el imperialismo; la reunión se perdía en las brumas del olvido y me sentía capaz de hacer la revolución de nuevo. Es más, me levanté con ganas de ir hasta el Moncada. Siempre es 26, ¿no lo dicen siempre?. Y estábamos en julio, así que podía asaltar el viejo cuartel, convertido en escuela y museo. ¿Por qué no podía asaltar el Moncada? Tenía apenas 24 años. ¿Y qué de qué? Me estaba poniendo belicoso, tenía ganas de romperle el alma a cualquiera, pero también me sentía con ganas de abrazar y ser abrazado. Quería cambiar la duración de las reuniones y de los carnavales. Y sobre todo la duración de mis sueños. Me volví hacia la mulata de fuego, le solté ¡un vamos al ataque! y me guiñó un ojo. No había dicho ni pío. Solamente sonreía, una sonrisa como un saco de azúcar. Con un perturbador contoneo de serpiente se puso de pie y me abrazó la cintura. Vamos, chinita, vamos a ser héroes, le dije gozando por adelantado, estoy en el Casagranda, le susurré. Ella sonreía, solamente sonreía. El sol se había hartado de jodernos, un poco de fresco asomaba. Ya habría tiempo para averiguar su nombre. Era un placer aquella mujer después de tantas horas de teque durante dos días. Caminamos hasta la esquina, yo iba feliz, con mi cartucho de la suerte bajo el brazo, imitando a Tito Gómez y a todo trapo entonando Voy por la vereda tropical...


Cuando desperté me sentía totalmente desguabinado. Un viejo me miraba con sorna. Me encontraba recostado en un muro y el viejo tenía un cartucho en la mano; sacó una botella medio llena, y me dijo:
-La otra se hizo leña. ¿Puedo echarme un trago?
-Quédese con eso, es un ron malojero, no me acuerdo de nada... Nada de nada, ¡ñooo!, o sí, había una mulata conmigo. ¿Dónde se metió?
-Y qué carajo sé, compay. Usted estaba más sólo que un pozo seco cuando tropezó con el muro; menos mal que yo pasaba cerquita; el golpe de la cabeza no es na del otro mundo, le quedará un chichón varios días. Dese con un canto en el pecho que no paró en el hospital.
-¿Empezó el carnaval? –quise saber, mi voz parecía venir del más allá.
-Ay, mijo, tú estás sopla´o, hace tres horas la última conga pasó con todo. Ahorita amanece. La cumbancha la siguen unos cuantos que no están tan jumas como tú.
El viejo descorchó la botella y se echó un trago. Un trago que prometía una eternidad y terminó siendo arrojado en la vereda. Con una mueca de disgusto, el tipo me ensartó con unos ojos que buscaban machetearme. Y gritó:
-¡Carajo! ¡Esto es agua!
 Y yo qué sé. Fue lo único que pude pensar, y decir, en aquel momento. Mi lengua estaba como una plomada y yo sólo quería ponerme de pie. Extendí la mano, pero el viejo, demasiado encabritado, tiró la botella al suelo y se largó dejándome allí. ¡Qué manera de comenzar un 26 de Julio!, me recriminaba a mí mismo, mientras en cuatro patas intentaba pararme. Entonces la vi. Si mi vista no me engañaba, a lo lejos, en medio de la calle, mi mulatona cumbancheaba, sola, estremeciendo la calle en sombras, mal iluminada por una farola mugrienta. Cada vez estaba más lejos, como envuelta en una nube inalcanzable, que se la llevaba. Como mi frustrado asalto, recordé.
No sé cómo, pero supe que aquella era su voz; me llegaba su canto: “Al carnaval de Oriente me voy, donde mejor se puede gozar...”

* Rosa Elvira Peláez. Escritora cubana.  Perfil Letralia.
Buenos Aires / junio, 1999


GLOSARIO DE CUBANISMOS:
Nagüe: socio, amigo, consorte, cúmbila. / Despetroncado: aplastado, hecho leña. / Sanguanguería: bobería, tontería. / Palique: cháchara, descarga verbal sin importancia. / Simiñoca: cualquier objeto o tareco, cuando no se desea especificarlo. / Coño: interjección muy empleada en la isla, a veces se utiliza abreviada: ño. / Asere: socio, amigo, nagüe. / Mamey: aparte de ser nombre de un delicioso fruto tropical, se le dice a las cosas que son buenas. / Baro: dinero, peso, astilla, palo, mango. / Fu: malo en cualquier sentido. / Mariquitas: rodajitas fritas del plátano de cocina, saladas. / Caña: baro, dinero, peso. / Paluchero: fanfarrón, hablantín. / Cañangazo: trago, buche de bebida alcohólica. / Tin: pizca, pequeña cantidad de cualquier cosa. / Desguabinado: destrozado, estropeado. / Malojero: raquítico, malo. / Compay: tratamiento amistoso, compañero, compadre. / Sopla´o:  (soplado) alterado, veloz. / Jumao: borracho, beodo./ Cumbancheaba: estaba de fiesta, de juerga.

jueves, 6 de enero de 2011

Allí era un cuadro de deshielo (Bernardo Casado)

Mi padre era aficionado a la pintura. Aficionado en modo singular. Debe de entenderse esto como una predilección desmedida por una sola tela, que repetía sin variaciones para mi sorpresa, y para pleno de paredes y estantes.
En la habitación mas amplia de nuestro cuarto piso, escasa en mobiliario, pero acertada en útiles de arte, escondía su intención de duplicar el momento, el mismo agua lenta y paulatina que Monet había trazado en su Deshielo en Vétheuil.
Creo que no me explico suficientemente. No plagiaba. No cabría solucionarlo como excéntrico, extremo este que hubiera simplificado las cosas. Cualquier profesional de la conducta humana, hubiera desde luego coleccionado interminables reflexiones, consejas sobre el mas recto proceder mental. Se aventuraría a encontrar consignas de tarde en una recogida y silenciosa consulta, citándole para un nuevo y fructífero encuentro. Pero ninguna relación existe entre la locura y la psiquiatría .
Predecía lograr el momento justo en el que Monet-padre agarró aquellas nieves que se iban descolgando. Pintar el mismo resultado de agua. El hielo, la nieva deshaciéndose en 1881, y dar otra fecha a aquel instante.

Nunca he podido decir que me robara tiempo, que descuidara los deseos de un niño que precisa y desea ser atendido

- Bien, por hoy es suficiente. Lávate esas manos. Debes de tener cuidado, esto no sale con facilidad, y sonreía a continuación.

- Papá, mañana terminas este. Queda muy bien.

- Mañana es un verbo terco, hijo.

- ¿Que es terco?, ¿como difícil?.

- Aún peor que difícil, que no se deja hacer. ¿Lo entiendes mejor así?.

Asentí entonces con la cabeza, escondiendo una mentira de aquellas tipificadas como blancas, pero es que me agradaba tanto verle satisfecho después de pintar, o de explicarme algo que el suponía complicado y que yo daba por hecho no llegar a entender.

Durante los días mas soleados del verano, mantenía la ventana abierta y fumaba continuádamente. En ocasiones, yo me acercaba con alguno de mis dibujos, que cada día se iban asemejando mas al modelo que mi padre había elegido. He de admitir, que yo nunca he sabido pintar, es mas, mis destrezas en esta materia son tan solo comparables con las de un niño, que próximo a quedarse dormido, se propone explicar en formas, cualquiera de sus ocurrencias. Zoología de la pintura. Junto a lienzos o marcos, tubos de pintura, pinceles, y otros mamíferos de la familia, mi padre se aproximaba o se alejaba del lienzo como si se tratara de un acompasado baile de salón en cualquier corte del siglo XVIII. Ladeaba la cabeza. Se mostraba satisfecho con el avance logrado o disentía respirando profundamente, entonces parecía querer inhalar todo aquello que no le agradaba, tragárselo y deshacerse de las pinceladas que sobraban e incluso de las que todavía no había ejecutado.

Lentamente se fueron espaciando mis visitas a la sala de pintura. Pero no solamente las mías. Mi padre, que arrastraba una pequeña dolencia desde hace años, y que los años se encargaron de dar verdadera importancia a su naturaleza, comenzó a eludir la confianza con sus animales preferidos.

-¿Como te encuentras hoy?. Dice mamá que mucho mejor. Toma, te he traído el periódico, y hay una página donde hablan de una exposición. Esa te gustaría.

Mi madre, siempre velando por la quietud de mi padre, me reprendía con esos argumentos que son mas una invitación que un reproche. - Si, si, si ya me voy, era solo lo del periódico -.

- No has recogido todavía las cosas de tu habitación, y se va haciendo demasiado tarde.

Cuando no se supera la estatura de los siete años, y te agasajan con la visita a casa se una tía de innumerables cualidades, a la que se ha visto escasas veces, - allí estarás muy bien, son solo unos días, así papá tendrá una temporada de descanso, es lo mejor para él, ¿sabes?, ha insistido tanto el médico - es que los coches ya no circulan por el lado correcto de la carretera, y el viento no mueve los árboles.

La temporada fue corta. Extremadamente corta. Pictóricamente corta. Corta para una edad de siete años. A pesar de los ingenios que empeñaba mi atenta tía, yo seguía soñando con una escena de deshielo, con una escena de habitación en un cuarto piso.

No he vuelto a entrar en aquella habitación. Salvo en dos ocasiones. Un reto y su reválida. La primera para recoger mis dibujos, quiero llamarlos así. La última, para llevarme uno de aquellos deshielos y mudarlo a una casa soleada donde vivo ahora, en la que en los meses de verano abro una ventana y marco unos pasos de baile al estilo cortesano. No es desde luego igual que aquella. Aquella fue la habitación con mas agua en cualquier catastro.

Por cierto, yo pinto por las noches, tremendamente escondido.


* Bernardo Casado. España. Perfil en Badosa . Página profesional

martes, 4 de enero de 2011

De vuelta (Jesús Meana)

Estaba atardeciendo cuando salí. Hacía frio y estaba nublado. Encendí la radio y la voz familiar de los locutores de mi emisora favorita se mezcló con el murmullo ronco del motor. Era una sensación que me gustaba, estar en el coche escuchando la radio y yendo a cualquier sitio. Imaginaba que era algo que podría hacer durante mucho tiempo sin aburrirme, justo estar en frente del volante, sin prisas por llegar a ninguna parte. Aquel, sin embargo, no era el caso, y llegué tarde a mi cita con la agente immobiliaria. Me hizo esperar unos diez minutos. Entre tanto estuve hojeando revistas. No quería estar allí. Maggie se disculpó por haberme hecho esperar y yo lo hice también, por haber llegado tarde. Durante media hora me habló de los distintos tipos de créditos que podíamos solicitar y la cuantía del préstamo al que estábamos ya precualificados. Acto seguido me entregó un folleto en el que se especificaban las clausulas del contrato con la inmobiliaria, un contrato que de sobra sabía que no iba a firmar. Nos despedimos con el compromiso de volver a vernos dos días después, tras haber consultado con mi esposa los detalles de aquel documento. Eran las siete y cuarto... El cielo estaba oscuro. Había sido un viaje inútil, pero no estaba arrepentido de haberlo hecho.

Puse el coche en marcha y la radio, que había quedado encendida, volvio a sonar. Pero esta vez en lugar de las voces familiares de los locutores, la radio emitía una extravagante música, una rara composición que no encajaba con el estilo de la emisora. Escuché con curiosidad, y un poco sorprendido. Luego me olvidé completamente del asunto. No volví a prestar atención a la radio hasta que, unos instantes después, tuve la sensación de que no reconocía aquel particular tramo de la carretera. Estaba seguro de que no me había desviado, sin embargo... No, definitivamente estaba desorientado... Seguramente me había distraído con aquella extraña música y había girado sin darme cuenta. Apagué la radio. No quería perderme, llegar tarde a la hora de la cena. Así que seguí, sin desviarme aun, casi deseando confirmar mi error. De pronto me encontré en un cruce que no había visto en el camino de ida. Pero no pude parar y mirar con atención el cartel, los coches de atrás venían demasiado deprisa. Continué recto, pensando que seguramente si había pasado aquel mismo cruce la otra vez. Durante dos kilómetros atravesé centros comerciales que reconocía perfectamente; luego, en una curva, la carretera comenzó a hacerse mas angosta y peor iluminada. Unos minutos después estaba fuera de la ciudad. Tuve la certeza de que estaba perdido y pensé que lo mejor sería volver atrás, hasta el punto de partida, para encontrar el camino de regreso. Empezaba a llover.
***

Volví a pasar por aquel cruce, pero esta vez me desvié a la izquierda y estacioné el coche en el parking de una pizzería. Abrí el mapa y comprobé que no estaba tan perdido, era justo la calle donde debía estar, Alphareta Avenue, sin embargo... Algo definitivamente sin sentido había sucedido, como si el orden de los puntos cardinales se hubiera invertido. Decidí probar una vez mas, guiándome sólo de mi instinto. Puse el cuenta kilómetros a cero y giré hacia la derecha. Cuando de nuevo el coche salió de la ciudad para hundirse en la oscuridad de las afueras un escalofrío me recorrió todo el cuerpo. El paisaje que rodeaba los dos lados de la carretera no era, como en la vez anterior, un pacífico paraje rupestre, con parcelas cuidadosamente cultivadas, sino una sinuosa planicie salpicada de fábricas cuyos perfiles fantasmagóricos aparecían tras la luz amarillenta de los faros, bajo la cortina de lluvia que aumentaba en intensidad a cada instante. Aunque no tenía sentido seguir por aquel camino, lo hice, movido por una mezcla de curiosidad y desafío. Después llegué a un cruce de trenes. Atravesé las vías. Luego llegué a una zona residencial. En el margen izquierdo había un cementerio y una iglesia metodista. Luego la carretera volvió a estrecharse y apareció de nuevo el cruce de trenes y aparecieron de nuevo las fabricas. Sin quererlo había dado la vuelta una vez mas. Y sentí miedo. Un miedo completamente irracional.Comencé a perder el control de mis actos. A ratos estallaba en ruidosas carcajadas, pensando en como iba a contar a mi esposa aquel estúpido extravío, para pasar un instante después a un estado cercano al terror, estado del que sólo me separaba la confianza propiciada por tener el pie pisando el acelerador y mis manos controlando el volante.
***

Nunca me había sentido tan desplazado en aquella ciudad, en aquel país. Aunque era un extranjero (y orgulloso de tal condición), me consideraba lo suficientemente adaptado como para no caer en semejante situación de pánico. No, lo que me estaba sucediendo no podía explicármelo de una manera simple. No, había hecho algo mucho peor, mucho mas peligroso, que perderme. No había sido un extravío fortuito. Había sucedido porque tenía que suceder de ese modo. No se trataba ya únicamente de la imposibilidad de encontrar el camino de regreso, si sólo hubiera sido eso... Sino de pequeños detalles, al principio casi grotescos, que me indicaban que al haberme desviado de mi ruta original, había entrado en una dimensión que sólo había intuido hasta el momento, una dimensión distinta y hostil. Supongo que podría encontrar explicaciones lógicas al hecho de que en la gasolinera en la que me detuve para preguntar parecieron no entender lo que les decía y que cuando me contestaron lo hicieron en un idioma cuyos sonidos apenas reconocí. Podría convencerme de que el miedo me había hecho olvidar momentáneamente aquella lengua que, después de todo, no era la mia, aunque la hubiera adoptado como tal en los últimos 5 años. Sí, podría explicar aquel hecho, si al menos hubiera sido un hecho aislado. Pero ¿cómo explicar todo lo demás?
La ciudad se había hecho muy pequeña, era igual ya que dirección tomara, si iba por una calle u otra, si tomaba un giro conocido o intentaba algo completamente "distinto", el resultado era igual: el cruce, las vias del tren, la iglesia, la carretera estrechándose justo en el momento en que parecía... La ciudad disminuía, los límites se acercaban, y no era sólo la ciudad, también las personas que veía desde la ventanilla comenzaban a uniformarse, a adquirir rasgos insospechados, extravagantes, aunque no se bien por qué utilizo esta palabra; me resulta difícil expresar lo que sentí entonces... Recuerdo sin embargo con nitidez lo que sucedió justo después de aceptar aquella demencial "comprobación" ... el grito mudo que estalló en mi mente cuando volví a encender la radio y escuche no ya los sonidos familiares de mi emisora, sino una extraña sintonía que me rebelaba, esta vez sin lugar a dudas, que todo lo que me estaba pasando no era una pesadilla.

* Jesús Meana. España. Profesor de Literatura hispana en Woodstock (EEUU) Mundo Poesía

domingo, 2 de enero de 2011

El Silencio (Nicasio Urbina)

Yo era un militar enlistado en las filas del Ejército Popular Sandinista. Trataba de hacer mi trabajo lo mejor posible. Creía en la revolución y me esmeraba en ser buen revolucionario, con honestidad y decencia. En la calle, mientras trataba de mantener el orden, tenía que soportar los insultos de la gente, los gritos y las amenazas de la población que no entendía los sacrificios que requiere una revolución popular. Yo vivía en un cuartito de alquiler y tenía mi carrito, viejo pero bastante bueno, bonito, pequeño pero atractivo. Todos los días lo dejaba estacionado en el Comando Central porque sabía que ahí estaría más seguro que en cualquier otro lugar. El trabajo era duro y a menudo tenía que patrullar por varios días seguidos, sin descansar, sin poder volver al Comando, resolviendo problemas, abusos de autoridad, casos de delincuencia y criminalidad. Cada vez que regresaba al Comando encontraba que el carro tenía una nueva abolladura. Al principio eran golpes pequeños: una hendidura en la esquina trasera izquierda, un faro roto, un rayón en la puerta trasera derecha. Pensé que los golpes eran accidentales, que en el movimiento y la continua confusión que reinaba en el Comando, el coche había sufrido estos percances. Pero noté que también faltaban pequeñas cosas. Primero desaparecieron las copas, luego el tapón de la gasolina, las molduras de las puertas. Poco a poco los golpes fueron creciendo en intensidad. Una noche que regresé cansadísimo, con ganas de quitarme el uniforme y las múltiples correas y pertrechos que a diario tenía que cargar, me encontré con que el techo del coche estaba abollado y la antena quería representar un ocho. Un profundo canal atravesaba el toldo de lado a lado, como si una rama muy pesada le hubiera caído encima. Inspeccioné un árbol cercano pero no le faltaba ninguna rama ni se veía señales de accidente alguno. Indagué entre los Compañeros pero todos me respondían negativamente, ignorantes de lo que podía haber pasado. En más de uno sorprendí una sonrisa irónica y en sus ojos brillaba una chispa burlesca. Cuando le presenté el caso al Comandante me aseguró que debía haber sido una rama o algún poste de madera. "Los vientos han soplado muy fuerte últimamente, compañero" me dijo seriamente. Tomé mi coche y me fui a casa. Al día siguiente lo estacioné en otra parte del Comando y salí en mi yip a patrullar las calles de la ciudad. Regresé casi tres días después, molido. La gente manifestaba en las calles contra la devaluación de la moneda. Durante el fin de semana pasado los Comandantes sandinistas habían comprado toda la mercadería en existencia en las tiendas de la capital. Desde la suegra del Presidente hasta la empleada del Ministro habían pasado los días comprando todo lo que les gustaba. Los comerciantes creían haber tenido las mejores ventas desde los tiempos grandes de Carlos Cardenal, pero el lunes a primera hora, cuando ya estaban contando sus ganancias para hacer el depósito bancario, el periódico oficial anunció los titulares fatídicos: CORDOBA DEVALUADO. Por supuesto que todo el mundo protestó, los bancos eran un hormiguero de gente al borde de la desesperación, con los bolsillos llenos de papeles inservibles y los escaparates de las tiendas vacías. 
Yo me había pasado tres días tratando de controlar los disturbios, justificando las medida del gobierno como una necesidad a la que la agresión norteamericana nos había obligado, el embargo de los gringos que querían ahogarnos. Me quité la guerrera y el arnés y caminé a mi coche, abatido, cuando me percaté de lo que estaba viendo. Todo el toldo estaba abollado con golpes repetidos y contundentes, como con un bate de beisból; la parte trasera izquierda estaba totalmente destruida, faltaba la tapa de la valijera, las llantas ponchadas, y el motor prácticamente desarmado. Me puse histérico. Pregunté a todo el mundo cómo había pasado aquello y nadie sabía nada. Todos parecían muy sorprendidos y se acercaban al carro con cara de conmiseración, lo sobaban pero con cierta indiferencia, como midiendo la profundidad de las abolladuras y luego comentaban sobre otra cosa. Grité e insulté a todos los que estaban a mi alrededor, pero ellos empezaron a tirarle piedras a la casa vecina, como si de pronto hubieran perdido todo interés por mí y lo que quedaba de mi carrito. Me fui a la oficina del Comandante, el que me recibió muy serio, sumamente preocupado por la situación que afrontaba el país. Me escuchó en silencio. Yo traté de exponer el caso con objetividad, pero casi no podía contenerme, tenía ganas de llorar, de gritar, de pegarle un tiro en medio del bigotito negro y estúpido. Me siguió escuchando mientras caminábamos hacia el coche. Todos los Compañeros seguían tirándole piedras a la casa de al lado, mientras el dueño, escudado trás un árbol, indagaba la razón de tal agresión. El Comandante me escuchaba con atención y observaba lo que yo le mostraba. Parecía aprobar todo lo que le decía. Después de unos minutos y luego de observar todo el carro con minuciosidad, se dirigió a una esquina del corredor y regresó con un enorme madero en la mano. Apuntó con cuidado, y le descargó un golpe furibundo al vidrio delantero. Una vez que hubo hecho esto se agachó y le quitó una tapita a la válvula del aire del neumático y se la echó a la bolsa, se volvió a mí y me sonrió, y luego se unió a los otros Compañeros y empezó a tirarle piedras a la casa de al lado.
 
© Nicasio Urbina 1995 



(Nicasio Urbina. Escritor Nicaragüense. Perfil Letralia.   Biografía.)

sábado, 1 de enero de 2011

Señorita Maestra (Fernando Morales)

Señorita Maestra: El niño Ramón no ha concurrido hoy a clase porque el día de ayer se ha portado mal, y el abuelo Juancho se lo ha comido. Apenas lo vomite lo mandaré otra vez. Le mando esta nota con la hermanita. Cualquier cosa pregúntele a ella.
Atte. La mamá de Ramón

Señora: Debe de haber algún error en la esquela que me ha enviado, si es que me la ha enviado usted. Le agradecería mucho que pasara por la escuela para charlar.
La maestra.

Señorita Maestra: Lamento mucho no poder pasar a visitarla, porque la última vez que me comió el abuelo me dejó muy mal de las piernas, y apenas puedo arrastrarlas. Pero con gusto le aclararé cualquier duda que tenga apenas me la escriba.
Atte. La mamá de Ramón

Señora: ¿ Qué dice usted que ha hecho el abuelo Juancho con Ramón?
La Maestra

Señorita Maestra: Se lo ha comido. 
Atte. La mamá de Ramón

Señora: Quizás está ocurriendo que no nos entendemos a causa de tantas notas que van y vienen. He hablado con Abril, y dice la niña que el abuelo Juancho está siempre encerrado en su habitación, que de noche ruge varias veces antes de dormirse y que tiene "forma de nube de tormenta con una boca". ¿Me quiere decir qué significa esto? Si usted no tiene inconvenientes, pasaré por su casa mañana a las cinco. ¿Es posible?
La maestra

Señorita Maestra: No va a ser necesario, mañana le mando a Ramón otra vez. En cuanto a Abril, la he mandado a la cama sin postre por describir tan descomedidamente al abuelo Juancho. El abuelo se ha reído mucho, pero yo soy la encargada de que la niña respete a sus mayores y hay cosas que no puedo permitir. En realidad, el abuelo Juancho tiene la forma de una
bella y enorme masa de espuma que va creciendo, sólo que de color negro. No irá usted a hacer caso de lo que dice una niña, ¿verdad?.
Atte. La mamá de Ramón

Señora: Dejemos de lado lo confuso de todo este asunto. Hoy Ramón ha venido a la escuela con un aspecto catastrófico. Parece un jarrón roto en mil pedazos y pegado apresuradamente. Tiene el cuerpo recorrido por un mapa de trizaduras, y un aire lejano. No es el niño inquieto y vivaz que conocí, se ha pasado la mañana sentado en su pupitre, todos sus movimientos son de una lentitud exasperante y responde dócilmente a las órdenes que le imparto. Algo le ha ocurrido al niño, y quiero saber qué es. Pero no me responda: esta tarde pasaré por su casa sí o sí.
La maestra

Señor Maestro: Hoy la niña Abril no ha podido ir a la escuela porque el  día de ayer se portó mal, y el abuelo Juancho la ha castigado, pero no  le voy a decir cómo, porque usted va a querer venir a casa y parece ser  que el abuelo a los maestros no los vomita.
La mamá de Abril

(Fernando Morales. Perfil Letralia. Escritor Argentino)