domingo, 2 de enero de 2011

El Silencio (Nicasio Urbina)

Yo era un militar enlistado en las filas del Ejército Popular Sandinista. Trataba de hacer mi trabajo lo mejor posible. Creía en la revolución y me esmeraba en ser buen revolucionario, con honestidad y decencia. En la calle, mientras trataba de mantener el orden, tenía que soportar los insultos de la gente, los gritos y las amenazas de la población que no entendía los sacrificios que requiere una revolución popular. Yo vivía en un cuartito de alquiler y tenía mi carrito, viejo pero bastante bueno, bonito, pequeño pero atractivo. Todos los días lo dejaba estacionado en el Comando Central porque sabía que ahí estaría más seguro que en cualquier otro lugar. El trabajo era duro y a menudo tenía que patrullar por varios días seguidos, sin descansar, sin poder volver al Comando, resolviendo problemas, abusos de autoridad, casos de delincuencia y criminalidad. Cada vez que regresaba al Comando encontraba que el carro tenía una nueva abolladura. Al principio eran golpes pequeños: una hendidura en la esquina trasera izquierda, un faro roto, un rayón en la puerta trasera derecha. Pensé que los golpes eran accidentales, que en el movimiento y la continua confusión que reinaba en el Comando, el coche había sufrido estos percances. Pero noté que también faltaban pequeñas cosas. Primero desaparecieron las copas, luego el tapón de la gasolina, las molduras de las puertas. Poco a poco los golpes fueron creciendo en intensidad. Una noche que regresé cansadísimo, con ganas de quitarme el uniforme y las múltiples correas y pertrechos que a diario tenía que cargar, me encontré con que el techo del coche estaba abollado y la antena quería representar un ocho. Un profundo canal atravesaba el toldo de lado a lado, como si una rama muy pesada le hubiera caído encima. Inspeccioné un árbol cercano pero no le faltaba ninguna rama ni se veía señales de accidente alguno. Indagué entre los Compañeros pero todos me respondían negativamente, ignorantes de lo que podía haber pasado. En más de uno sorprendí una sonrisa irónica y en sus ojos brillaba una chispa burlesca. Cuando le presenté el caso al Comandante me aseguró que debía haber sido una rama o algún poste de madera. "Los vientos han soplado muy fuerte últimamente, compañero" me dijo seriamente. Tomé mi coche y me fui a casa. Al día siguiente lo estacioné en otra parte del Comando y salí en mi yip a patrullar las calles de la ciudad. Regresé casi tres días después, molido. La gente manifestaba en las calles contra la devaluación de la moneda. Durante el fin de semana pasado los Comandantes sandinistas habían comprado toda la mercadería en existencia en las tiendas de la capital. Desde la suegra del Presidente hasta la empleada del Ministro habían pasado los días comprando todo lo que les gustaba. Los comerciantes creían haber tenido las mejores ventas desde los tiempos grandes de Carlos Cardenal, pero el lunes a primera hora, cuando ya estaban contando sus ganancias para hacer el depósito bancario, el periódico oficial anunció los titulares fatídicos: CORDOBA DEVALUADO. Por supuesto que todo el mundo protestó, los bancos eran un hormiguero de gente al borde de la desesperación, con los bolsillos llenos de papeles inservibles y los escaparates de las tiendas vacías. 
Yo me había pasado tres días tratando de controlar los disturbios, justificando las medida del gobierno como una necesidad a la que la agresión norteamericana nos había obligado, el embargo de los gringos que querían ahogarnos. Me quité la guerrera y el arnés y caminé a mi coche, abatido, cuando me percaté de lo que estaba viendo. Todo el toldo estaba abollado con golpes repetidos y contundentes, como con un bate de beisból; la parte trasera izquierda estaba totalmente destruida, faltaba la tapa de la valijera, las llantas ponchadas, y el motor prácticamente desarmado. Me puse histérico. Pregunté a todo el mundo cómo había pasado aquello y nadie sabía nada. Todos parecían muy sorprendidos y se acercaban al carro con cara de conmiseración, lo sobaban pero con cierta indiferencia, como midiendo la profundidad de las abolladuras y luego comentaban sobre otra cosa. Grité e insulté a todos los que estaban a mi alrededor, pero ellos empezaron a tirarle piedras a la casa vecina, como si de pronto hubieran perdido todo interés por mí y lo que quedaba de mi carrito. Me fui a la oficina del Comandante, el que me recibió muy serio, sumamente preocupado por la situación que afrontaba el país. Me escuchó en silencio. Yo traté de exponer el caso con objetividad, pero casi no podía contenerme, tenía ganas de llorar, de gritar, de pegarle un tiro en medio del bigotito negro y estúpido. Me siguió escuchando mientras caminábamos hacia el coche. Todos los Compañeros seguían tirándole piedras a la casa de al lado, mientras el dueño, escudado trás un árbol, indagaba la razón de tal agresión. El Comandante me escuchaba con atención y observaba lo que yo le mostraba. Parecía aprobar todo lo que le decía. Después de unos minutos y luego de observar todo el carro con minuciosidad, se dirigió a una esquina del corredor y regresó con un enorme madero en la mano. Apuntó con cuidado, y le descargó un golpe furibundo al vidrio delantero. Una vez que hubo hecho esto se agachó y le quitó una tapita a la válvula del aire del neumático y se la echó a la bolsa, se volvió a mí y me sonrió, y luego se unió a los otros Compañeros y empezó a tirarle piedras a la casa de al lado.
 
© Nicasio Urbina 1995 



(Nicasio Urbina. Escritor Nicaragüense. Perfil Letralia.   Biografía.)

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