sábado, 12 de febrero de 2011

Fiesta en el patio de los Tilos (Alberico Lecchini)

El local era pequeño y agradable. Los vecinos se habían esmerado en 
pintarlo y amoblarlo funcionalmente con muebles comprados en alguna feria 
de pulgas, pero en buen estado. La suave iluminación y la calidez del 
ambiente eran como un abrazo tibio luego de atravesar el patio barrido 
por una nevisca arremolinada por un implacable viento norte. 

Fabian y Lucrecia llegaron con un poco de retraso portando una bandeja de 
pastel de choclo -especialidad del norte argentino- y una botella de vino 
uruguayo. La intención de la fiesta, según el comité organizador, era 
reunir a los vecinos que de lo contrario tendían a aislarse durante los 
largos meses del invierno, y al mismo tiempo ampliar el horizonte 
culinario y catar de los vinos llegados de lejanos países.
Familias enteras rodeaban las mesas acomodadas en filas en el centro del 
local y a los costados, dejando libre un pequeño escenario ocupado por 
las niñas que se mantenían expectantes, mientras los varones ya se 
revolcaban por el piso en audaces competencias de lucha grecorromana.


-Hola, soy Magdalena y estos son mis hijos Tadeuz y Marek. 
-Buenas noches, Lina y Andreas.
 
Lucrecia y Fabián estrechaban manos blancas y morenas, jóvenes y viejas, 
a medida que iban atravesando el local. Como eran nuevos en el barrio 
-hacía sólo dos semanas que se habían mudado- cumplieron con el requisito 
de saludar a todos los que encontraban a su paso.
-¿Que tal? Me llamo Peter y soy uno de los vecinos más antiguos en este 
patio.

 Con cara jovial y dos copas de vino en su mano izquierda, Peter salió al 
encuentro de los recién llegados para darles la bienvenida. Se notaba que 
era el maestro de ceremonias en el local, una vieja costumbre adoptada a 
través de su antigua profesión de director de programas de televisión.


-Les presento a Santiago y Lucía. Ellos vienen del Perú.

 -!Hola!- Santiago se adelantó efusivamente con una sonrisa ancha y un 
fuerte apretón de manos para saludarlos, mientras presentaba a su mujer y 
a sus tres hijos pequeños que se escondían tímidamente detrás del ancho 
cuerpo materno.

-Lucrecia y Fabián, vivimos en el 29 y estamos recién mudados- repetía la 
pareja mecánicamente después de la quinta presentación, y con una 
sonrisa que trataba de ser lo más amable posible después de tantos 
apretones de manos.
 La música de una guitarra trataba de emerger por encima de los gritos de 
una pandilla de chicos descamisados que se deslizaban por debajo de las 
mesas simulando juegos bélicos.

Lucrecia y Fabián lograron ubicarse finalmente un poco más lejos del 
centro del combate donde compartían una mesa otras parejas. Anna y 
Stefan, Telma y Lorenzo, Jean Paul y Susanne, Mikael y Sylvia así como un 
par de veteranos que se encontraban solos y con caras de aburridos.
Fabian tuvo que sentarse al lado de uno de ellos, mientras Lucrecia 
consiguió un lugar entre Andreas y Lina, unos simpáticos vecinos que 
resultaron ser los que habían vivido más tiempo en el patio de los Tilos.


Fabián se presentó al veterano de mirada ausente que mantenía una cierta 
compostura británica, mientras su mirada desdeñosa recorría los 
diferentes rincones del local.

 -Robert, pero todos me conocen aquí como Mister Robert -dijo acentuando 
su origen y el pretendido rango, mientras apretaba con desgano la mano que 
Fabián le extendía.
 Era un hombre enjuto, sesentón, de cabello gris peinado con una raya al 
costado y largas patillas, típico de los caballeros de las islas 
británicas. Un bigote irsuto y manchado de nicotina, contrastaba con el 
color plateado de sus cabellos. 
Fabián hizo un esfuerzo por ser amable. Y es que una campanita resonaba 
por algún rincón de su cerebro y le ordenaba que debía ser cortés con ese 
señor mayor edad, a pesar de su actitud antipática. El otro veterano 
resultó llamarse Sven, cocinero de profesión, también recién llegado no 
sólo al patio de los Tilos, sino a Estocolmo, después de una larga 
estadía en Nueva York donde trabajó en restaurantes de mala muerte, 
confesaría esa noche después de unos cuantos tragos.

En los primeros tanteos por mantener una conversación fluida recurriendo 
a los lugares comunes, Fabián tenía la impresión que el acento inglés de 
Mister Robert y el suyo propio marcado por resonancias del castellano, 
parecía un cóctel de english tea y grapa uruguaya.

En forma ordenada los vecinos iban haciendo fila para servirse la comida 
de las bandejas, ollas y fuentes, que ordenados en una mesa mostraban las 
distintas cualidades y nostalgias de los vecinos del patio de los Tilos.
 Empanadas chilenas, estofado polaco, salmón noruego, arenques del país, 
albóndigas marroquíes, ceviche peruano, paté francés y otros muchos 
platos más reflejaban la universalidad de aquél conglomerado humano que 
compartía la calidez y los altos decibeles de ese pequeño rincón del 
planeta.
El aroma de cien aliños y otras tantas especies embriagaba más 
que el vino.

 Mister Robert no bebía nada aparentemente, así que Fabián descorchó su 
botella de Castel Pujol, y no pudo dejar de comentar con cierto orgullo 
y aparentando ser un conocedor de vinos, que aquélla uva Tannath estaba 
abriendo mercados inesperados en Europa, aunque en Suecia fuera todavía 
el único vino uruguayo que se conocía.

 Mister Robert aceptó con indiferencia la copa de vino, la batió en su 
mano como si fuera un vaso de whysky con cubitos de hielo, y comentó no 
sin cierta irónica acidez. 

-Fabián, muchacho, debo decirte que a mí sólo me interesa el whisky. Pero 
gracias por esta copa de vino, dijo, y bebió un largo trago sin 
degustarlo, carraspeó, se atusó los bigotes, y depositando sobre el 
mantel la copa vacía, clavó la mirada en Fabián.

 -Mira muchacho. Estoy aquí nada más que por consideración a mis vecinos. 
Pero en realidad aquí no me trato con nadie.  

-Su sinceridad me deja perplejo, y la verdad es que no sé que responderle 
porque todo parece ser una extraña paradoja -atinó a decir Fabián mientras 
disimuladamente trataba de cruzar la mirada con algún otro vecino sentado 
alrededor de la mesa, una tabla de salvación que lo arrastrara lejos de 
aquella arrogancia mal simulada del inglés, pero sin éxito.

 ¿Será por lo que dije del vino?, pensaba Fabián. Y en voz alta: 
-¿Es Ud. un buen cocinero Mister Robert?

 - Sabes Fabián, me dedico a las finanzas.Trabajo para el Banco de la 
Nación de Taiwán. Otorgamos créditos a países con problemas financieros o 
que desean obtener capital para financiar proyectos industriales o de 
infrestructura, dijo Mister Robert eludiendo los tímidos intentos de 
Fabián de escabullirse por senderos de exóticas recetas a orillas del 
Támesis. 

-Qué interesante! - respondió Fabián simulando apenas su malestar por el 
giro que tomaba la charla de Mister Robert, cuando él deseaba hablar de 
platos y vinos rioplatenses, de música latinoamericana y sobre su modesto 
trabajo como profesor de idioma materno. Nadie acudió a su salvación, ni 
siquiera Lucrecia, que en la otra punta de la mesa hablaba animadamente 
con Lina, y ya contaba sin mayores reservas intimidades de cómo, cuando y 
dónde se habían encontrado con Fabián. Conducta que lo ponía 
nervioso, porque su mujer tenía la odiosa costumbre de contar detalles de 
su intimidad que a Fabián no le gustaba compartir con la gente recién 
conocida. Y menos si era su propia esposa que las contaba a otra mujer.
-Así que tu eres latino, ¿verdad muchacho?, te cuento que precisamente 
ayer le prestamos al gobierno de Bolivia 300 millones de dólares, dijo 
Mister Robert como al descuido. Preferimos trabajar con países pequeños 
¿sabes?. Les hacemos un plan completo de amortización, pero también los 
aconsejamos cómo invertir mejor esos recursos para saldar la deuda 
externa. Tenemos un plan infalible. ¿De qué país me dijiste que venías, 
muchacho? 

-Uruguay, balbuceó Fabián.


El saco de color azul marino de Mister Ian colgaba con cierto desaliño al 
costado de la silla, mientras sus gastadas mangas revelaban un largo uso. 
La corbata de apagados colores estaba mal anudada y estaba manchada con 
salsa de tomate, el cuello semidescubierto de su camisa blanca revelaba 
que necesitaba a gritos un lavado.
 Sus ojos castaños parpadearon rápidamente debajo de las espesas cejas, 
mostrando una luz de marcado interés.

 -Aaah, el pequeño país sin nombre, comentó irónicamente. La República 
Oriental del Uruguay. ¿Montevideo,eh? 

-Bueno, no, en verdad vengo de una ...eeeeh 

-Mira Fabián, muchacho, qué sabes de la economía de tu país? cortó 
abruptamente Mister Ian los intentos de su vecino de dar mayores 
explicaciones geográficas.

 Fabián sintió que ya no podía escapar de las garras tenaces de Mister 
Robert, así que resignándose trató de juntar fuerzas para seguir el rumbo 
que el hombre de las patillas largas había fijado, y recordar los datos 
que había leído en un periódico uruguayo. 

-Yyy...en los últimos años parece haber crecido alrededor del 5-6 por 
ciento anual, la inflación está bajando paulatinamente, el salario real 
se mantiene, la desocupación es de un 10 por ciento, las empresas que no 
compiten desaparecen, mucha gente tiene dos trabajos, la sociedad del 
bienestar hace rato que se fue al carajo, pero bueno, seguimos siendo a 
pesar de todo un país de clase media, como nos gusta decir a los 
uruguayos, ¿vió?, respondió Fabián casi sin aliento.


A su alrededor los niños seguían arrastrándose como reptiles debajo de 
las mesas, enfrascados en sus juegos bélicos; Lucrecia debatía con los 
otros comensales sobre temas culinarios relativos a la cocina 
mediterránea y sus ventajas frente a la tradicional y empobrecida cocina 
sueca cada vez más inclinada a aceptar el fast food y la Coca-Cola como 
plato y bebida preferidas de su menú; y Peter trataba de imponer orden 
entre los varones más díscolos para iniciar ”la caza del talento”, un 
programa para después de la cena.
-¿Ha probado este estofado polaco? preguntó Fabián a Mister Robert 
tratando otra vez de desviar el rumbo de la conversación al tema 
culinario. -Está delicioso. 

-Fabian, para mí la comida no es más que una necesidad ineludible,pero 
sinceramente te digo, lo único que hace es distraerme de mis actividades 
más queridas: el juego de las finanzas. Las necesidades del cuerpo son 
una limitación que desgraciadamente no pueden evitarse. Pero ya vendrá un 
tiempo donde no serán más que cortos y relampagueantes momentos que no 
podrán distraer a los que realmente se preocupan por las cosas 
importantes de esta vida. En todo caso la cocina seguirá siendo tarea 
para mujeres sin mayor imaginación y sibaritas desvergonzados... ¿Conoces 
el monto de la deuda de tu país,muchacho? Preguntó Mister Ian, que como 
un viejo lobo de mar no permitiría nunca que un timonel le cambiara el 
rumbo de su nave.

Fabián se apuró a llenarle la copa de vino a Mister Robert. No podía 
evitar la sensación de estar como hipnotizado con la personalidad 
despreocupada y arrogante del inglés, odiándose así mismo por no contar 
con la suficiente fuerza para levantarse de la mesa y reunirse con otros 
vecinos. 

-La verdad sea dicha no podría decirle con exactitud. Pero si mal no 
recuerdo anda por los 10 mil millones de dólares...dijo Fabián inundado 
cada vez más por ese sentimiento contradictorio que lo atornillaba a la 
silla cuando deseaba escapar de las garras del inglés: admiración por el 
viejo león de las finanzas y repudio por ser la única víctima del rey de 
la selva.


Peter mientras tanto había logrado imponer orden entre los ruidosos 
chiquilines que sentados en un semicírculo esperaban inquietos la 
actuación de cinco chicas que imitaban al grupo femenino de moda: las 
”Spice Girls”.

 -Así que 10 mil millones. Una linda deuda. ¿Sabes qué porcentaje del PBN?

- ......

-¿No? No importa - ¿Tienes amigos en el gobierno uruguayo,Fabián?.

 MisterRobert clavó nuevamente la mirada en su intercultor. Sus ojos 
parecían oradar el alma de Fabián, olfateando como un perro labrador las 
zonas oscuras de su conciencia, iluminando las sombras que deseaban 
ocultar dudas, mentiras o la información que buscaba. 

-Bueno, pensándolo bien... Fabián no sabía si admitir o no que conocía a 
un funcionario de tercera categoría del Ministerio de Cultura, o pasar 
como un pobre diablo que no había tratado a nadie de más categoría que al 
director del liceo de su pueblo. Pero los ojos de Mister Robert no 
cedían. 

-Si, tengo un conocido, dijo tragando saliva, pero no trabaja en el 
Ministerio de Economía y Finanzas. 

-No importa muchacho. El asunto es poder encontrar la punta de la madeja. 
Si tu tienes un contacto puedo garantizarte que nuestro banco podría 
prestarle una bonita suma al gobierno uruguayo. Porque como te dije 
antes, nosotros preferimos trabajar con los gobiernos. Y para el monto de 
la deuda uruguaya un préstamo de 2 mil millones de dólares no sólo es 
posible, también podría ser decisivo.
Fabián se revolvió en la silla, Mister Robert seguía mirándolo 
intensamente.

 -¿Tanto podrían prestar? balbuceó con un hilo de voz.  

-Claro que sí, muchacho, a veinte años de plazo y de yapa un programa de 
inversiones que como está calculado, en no más de cinco años podrían 
sanear la deuda del estado de esa simpática nación sudamericana, dijo 
Mister Robert que hablaba ahora en un tono más suave y hasta podía 
decirse seductor, sintió Fabián.

 -No sé si mi conocido podrá confiar en una propuesta hecha así, tan 
informal, y por un monto tan alto... Fabián buscaba escapar 
infructuosamente como un venado de las mandíbulas del felino británico, 
pero sin éxito.

 -Ya habrá tiempo para las formalidades! Eso es lo de menos. Lo que yo 
necesito es la punta de la madeja, porque el capital no espera. Necesita 
moverse, reproducirse, expandirse, invertirse, especular, destruir,  
reestructurar, corromper.. esa es su ley muchacho... apréndela de una vez 
por todas y verás como tu vida cambia rápidamente. Si me consigues un 
contacto puedo asegurarte una comisión de 100 000 dólares ahorrados en un 
fondo de pensiones en una cuenta de las Bahamas o las Caimanes. Porque 
alguna vez tendrás que pensionarte, ¿no es así muchacho?
La presión se hacía insoportable en la garganta de Fabián. Pequeñas gotas 
de sudor asomaban en su frente. No podía entender qué le pasaba. Advertía 
lo descabellado de aquélla conversación, y sin embargo no encontraba la 
forma de zafarse y poner en su lugar a aquél energúmeno, pensaba 
enfurecido.

-Una oferta tentadora e impactante, ¿verdad? No necesitas disculparte por 
tus sospechas. A mí me habría pasado los mismo si de pronto me hicieran 
esa oferta y no conociera lo que es el mundo de las finanzas y quienes 
actuamos en él, dijo Mister Robert impasible, mientras fumaba un delgado 
cigarro color habano.

La fiesta en tanto llegaba a su apogeo con el coro improvisado de varios 
vecinos que trataban de acompañar los acordes de ”Guantanamera”, que 
Santiago, el peruano, tocaba en su resplandeciente guitarra made in 
Corea.

Sólo Mister Robert y Fabián parecían sumergidos en el mundo de Wall 
Street. 

-Contactos, Fabián, contactos... repetía machaconamente el inglés. 
 -¿Sabes? Hace muchos años trabajé en el banco nacional de Sudáfrica. Allí 
las cosas funcionaban bien hasta que subieron los negros al gobierno. 
Ahora es sólo caos. Y mi puesto lo tiene un negro, ¿entiendes muchacho?

 -No, no entiendo. En todo caso el fin del apartheid ha fortalecido la 
democracia en ese continente. Habrá claro un poco de inestabilidad 
económica al comienzo, de errores y aprendizaje, pero a largo plazo la 
sociedad será más justa. Y no se olvide que el racismo es una de las 
pestes más graves con que desgraciadamente los europeos han contagiado al 
mundo... intentó contrarrestar Fabián ante el nuevo giro de la 
conversación, que le daba una mínima oportunidad para escapar del cerco 
tendido por el británico. En el terreno político podía darle batalla al 
arrogante caballero inglés con argumentos humanistas y teorías 
socialistas, que aunque últimamente devaluadas, para Fabían todavía 
representaban una invalorable fuente de inspiración.
-Fabián, muchacho, no seas ingenuo...comentó despectivamente Mister 
Robert, poniendo fin a las expectativas de su vecino.  -Después de 
Sudáfrica me fui a Kenya para tratar de sacarlos del pozo. Pero no 
aprenden más. Es una misión imposible. Africa está jodida mientras los 
europeos no vuelvan a tomar las riendas. Se fueron los españoles y los 
portugueses, los ingleses se retiraron discretamente, los franceses y 
belgas... sólos no pueden hacer nada... así que me vine detrás de mi 
mujer, una sueca, y mi hijo Brian.


Por primera vez Fabián notó que la mirada de Mister Robert se apagaba y 
perdía su luz mesiánica, como cuando hablaba de los millones de dólares 
que circulaban por las arterias del planeta, como glóbulos rojos que 
mantenían con vida a esas sociedades cada vez más uniformadas. 

-¿Y vive con ellos aquí en Estocolmo? 

-Qué vá, mi mujer se mandó a mudar con un carpintero, y mi hijo se hizo 
ecologista... Pero yo he logrado rehacer mi vida. Con mis contactos logré 
pronto ser el representante del Banco de la Nación de Taiwán, y las cosas 
están otra vez están encaminadas.
 Mister Robert volvió a recuperar su mirada mesiánica... Se ajustó el 
cuello de su corbata, se abotonó el saco con parsimonia. La fiesta 
continuaba con mucha alegría, los niños se habían ido a dormir, y los 
adultos disfrutaban por primera vez esa noche de un espacio recuperado.
-Bueno Mister Robert, no se preocupe, voy a intentar hacer los contactos 
con mi conocido en Montevideo. No le prometo nada, pero no me extrañaría 
que en las próximas semanas tenga una respuesta. Ud. sabe que estas cosas 
llevan su tiempo...dijo Fabián, en tono conciliador, convencido que eso 
tranquilizaría a Mister Robert que tenía intenciones de retirarse del 
local, y él no deseaba demorarlo más. 

-Gracias Fabián, muchacho. Me emociona ver gente como tú, joven y 
emprendedora, audaces y conscientes de la responsabilidad que pesa sobre 
sus hombros. Recuerda siempre que el acceso al capital fue, es y será la 
clave del éxito de toda sociedad que aspire al progreso. Y de todo 
individuo que sea digno de sí mismo. 

Fabían asentía con movimientos afirmativos de su cabeza a pesar que 
trataba de frenarlos.
 - Pero muchacho, antes de irme tengo que pedirte un favor. Querido 
Fabian, me da calor preguntarte, pero ¿podrías prestarme 500 coronas por 
el fin de semana? Se me perdió la billetera con mis tarjetas de crédito y 
el contante que disponía, !qué mala suerte!, ¿verdad muchacho? Justo 
cuando el banco está cerrado...



* Alberico Lecchini. Periodista. Suecia. Artículos en Radio Suecia

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