domingo, 20 de febrero de 2011

Adelita (Imaculada Luna Gallego)

Los días amanecen dispuestos a cualquier catarsis pero ya nos encargamos nosotros de amansarlos, de moldearlos hasta que se introduzcan en las vías rígidas, estrechas y falsas de la normalidad.
Adelita se levanta con ganas de cantar pero se calla para no molestar a su vecino, que duerme hasta las tantas.
Adelita se acuesta con ganas de ser acariciada pero se calla para no molestar a su marido, que duerme desde hace rato.
Yo vivo justo enfrente de Adelita y la veo deshacerse de ganas de vivir todos los días mientras unta la mantequilla en la tostada o pela con ternura una naranja.
Un día la miré cuando me crucé con ella por la calle. Estaba lloviendo y Adelita no estaba llorando, pero lo parecía.
Soy un asesino.
Antes era un fotógrafo pero un día acepté la catarsis y me dejé, por fin, llevar.
Maté a un gato.
El gato de mi vecina Adelita.
Él me lo pidió. Más bien, quiso apostar y yo acepté la apuesta.
Y la gané.
Vino hasta mi ventana cuando yo salía de la ducha y fumaba el primer cigarrillo de la mañana.
Le vi pasar veloz y silencioso. Como un gato. Y al momento volvió a pasearse, esta vez altanero, por el alféizar de la ventana. Movió el rabo en un latigazo,  el pelo levemente erizado, los ojos acuosos y obsesivos.
Hacía fotos a parejas de novios subidos en columpios adornados con flores de tela y hojas de plástico.
Hacía fotos a novios tímidos y a novias desinteresadas.
En aquel entonces ya había sentido alguna vez el deseo de acuchillar un corazón tembloroso y apocado, tan reseco y amargo como el de Adelita.
Podía calmar aquel deseo a base de hamburguesas. Tragaba doce o quince. La carne grasienta, roja y apelmazada aliviaba el incipiente deseo. Llegaba así a la sesión de fotos de la tarde con una cierta calma, la que me proporcionaba el regusto a carnaza que me quedaba entre muelas.
Adelita bajó un día a comprar una barra de pan para la cena. Eran las siete y media de la tarde, una hora tranquila de luz esquiva, hora de merienda tardía y cena temprana. Olía a fuagrás. El gato hizo fu.
Vi a Adelita desde mi ventana. Tenía mucha hambre.
El gato era un gato.
Adelita quería comprar pan y cantar y ser acariciada.
Yo era un asesino y antes fui un fotógrafo.
La luz es muy importante. La luz, la sombra y el color. Intentar que el cutis de la novia no aparezca como es: impuro y grasiento.
Los gatos no deben, no pueden, ganar las apuestas.
Las mujeres no tienen que machacar con ajos su corazón en el mortero.
Desde que maté al gato no he vuelto a comer pero me encanta aspirar el aroma de los guisos y leer libros de cocina.
Frío pimientos verdes y sardinas y me siento junto a la cocina mientras se van recociendo a fuego lento.
El humo aromático y denso entra caliente por mi nariz. Me sacia y me reconforta.
Adelita tampoco puede comerse a su marido, aunque lo desea. Por eso ha aprendido a aspirarlo y él se encuentra cada día más débil, como si se le fuera achicando el alma.
El gato olisquea las mondas de naranja y lame los labios agrietados de Adelita.
Una novia inexpresiva, de pequeña sonrisa, se tapa la barriga puntiaguda con un enorme ramo de azahar.
Mientras hago la foto en el parque irreal del columpio rosa veo pasar a un gato de mentira. El gato me mira, hace una apuesta y corre veloz a refugiarse bajo la falda plumasuave y abultada del traje de novia.
La pequeña sonrisa de la virgen preñada mejora un grado y me obliga a cerrar un punto el diafragma de mi cámara.
La apuesta del gato no me ha pasado inadvertida.
Las sardinas y los pimientos hacen escapar su olor a bocanadas. El humo consistente rebosa mi cocina y se escapa, indiscreto y delator, buscando el cielo recuadrado del patio de vecinos.
Adelita se asoma a esnifar.
Tres gatos nuevos y suaves se alborotan abajo.
Al tiempo que suena el grito de una madre con la cena preparada, Adelita baja a comprar el pan, la novia embarazada pierde a su hijo por una infección de toxoplasmosis y yo lanzo las sardinas, los pimientos y el aceite hirviendo por la ventana.
Tanto aroma y tanto calor para los gatos.
Adelita mojó el pan toda la noche en el caldito de alma de su marido y eso la dejó satisfecha y jugosa. Al marido, muerto.
Bajé para recoger los tres cadáveres de los tres gatos escaldados. Les hice una foto, así que he vuelto a ser fotógrafo.
Como me entró de nuevo el apetito devoré sobre el suelo las sardinas y los pimientos verdes antes de entrar al portal y llamar a la puerta de Adelita feliz sin gato y sin marido.

(Del libro de relatos "Las mujeres no tienen que machacar con ajos su corazón en el mortero")

*Inmaculada Luna Gallego. Web personalReseña biográfica.

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