viernes, 18 de febrero de 2011

Siete Minutos (Francisco Rodríguez Criado)

La relación con mi primera novia duró 7 semanas, con la segunda 7 días, y con la tercera 7 horas. La primera me dejó porque decía que yo era un irresponsable, la segunda por insensible, y la tercera porque ya eran las  8 de la mañana y a las 9 entraba a trabajar en el Banco (por lo menos ésta tenía un motivo realmente serio). Mi vida sentimental se resumía en 7 semanas, 7 días y 7 horas. No estaba mal. Yo era el hombre de los 3 sietes, el “hombre lejía”, el irresponsable e insensible abandonado por la caprichosa selección de las perfectas e inmaculadas mujeres. Mi relación con el sexo femenino me iba francamente mal (de siete a peor, diría yo). ¿Y si la siguiente me duraba 7 minutos? Entonces me dejaría por eyaculador precoz, y eso es algo que ningún hombre puede permitirse. Recuerdo que en esa época yo atacaba a las chicas con un “te gustaría pasar conmigo 7 minutos de pasión?”. Ellas se reían tontamente, y acto seguido me ignoraban. Yo me entregaba en cuerpo y alma y ellas respondían “no”. Un “no” doloroso, tajante, impúdico, agresivo, irrespetuoso, diferente al “no” inocente que a veces recibes a lo largo de la vida cotidiana. A mí me recordaba  cuando mis padres me daban una negativa ante algunas de mis peticiones. Mi madre me respondía con un “no” seco y cortante, mientras que mi padre lo adornaba con un “cuando seas mayor”. En esos momentos ya era mayor (por lo menos en edad), y las mujeres me respondían “no”. Yo no me sentía demasiado optimista ni contento conmigo mismo. Animado por un amigo, y medio en broma medio en serio, puse un anuncio en la sección “contactos” del periódico: hombre joven, con buena presencia y nivel cultural alto, busca mujer para compartir experiencias apasionantes. Abstenerse mujeres temerosas, poco imaginativas o insensibles. No llamó ninguna (eso me pasa por buscar mujeres que no existen). Pero yo sabía que mi suerte tenía que cambiar. Yo siempre me he considerado un tipo afortunado. Si tienes confianza en ti mismo acabas triunfando. Con esos pensamientos entre en Atic, una discoteca que estaba a dos manzanas de mi casa. Desde la planta de arriba pudimos contemplar mi amigo Antonio y yo a dos hermosas chicas. Bueno, una era hermosa, la otra era eso y mucho más: era una auténtica obra de arte. Me gusta el arte, sobre todo la pintura, y sé reconocer cuando una obra tiene talento y cuando no. Esta tenía dos, uno a la izquierda y otro a la derecha, del mismo tamaño, a la misma altura, con idéntica intensidad, sin mirarse entre sí, como si hubiesen discutido. Pero no eran sus únicas bazas. También tenía un precioso pelo negro y unos increíbles ojos azules. Después de observarla por delante y por detrás llegué a la conclusión de que en ninguna de las paredes de mi casa cuelga algo parecido. Lo único que no me gustaba de ella eran los moscones que tenía alrededor, esos tipos que dan la lata a las chicas para intentar llevárselas a la cama (gente como yo, vamos).
- ¿Quieres que les diga algo?
- Sí. Di a la morena que estoy enamorado de ella.
Mi amigo no se cortó, y en cuanto pudo se lo hizo saber. Ella giró la cabeza hacia donde estaba yo, y durante dos segundos se quedó mirándome. Dos segundos de gloria, de inmortalidad, de divinidad … dos segundos de mearme en los pantalones.
Mi amigo Antonio me hizo señas para que bajara. Yo le miraba desde arriba y sonreía. Como cuando era un crío, e íbamos toda la pandilla a las vaquillas, y saltaban todos; todos menos yo. Yo me reía mientras pensaba que era un maldito cobarde, pero un maldito vivo. Al final salté al ruedo (me refiero en la discoteca), y mi colega me dijo:
- Te voy a presentar a estas chicas.
Yo las saludé con un par de besos. La rubia se llamaba Bea, y Rocío era “la obra de arte”. Lo primero que le dije fue:
- ¿Te gustaría pasar conmigo 7 minutos de auténtica pasión? (Esto es a lo que yo llamo no perder el tiempo).
- ¿Por qué sólo 7 minutos?
Yo me quedé en blanco. Me había acostumbrado al “no” por respuesta, y no estaba preparado para semejantes vicisitudes.
- Porque ando muy mal de tiempo, acerté a decir.
- ¿Y eso?
- Trabajo de lunes a viernes en Correos, por la tarde colaboro en una productora de vídeo, y los sábados por la tarde hago un cursillo intensivo de presentador de televisión. Como verás no me sobra el tiempo.
- No sé que responder (sonriendo).
- Aprovecha. Es la oportunidad de tu vida.
- ¿Seguro? (Ya era carcajeo más que risa).
- ¿Lo dudas?.
- No. Lo que no entiendo es por qué con todas las chicas que hay en este mundo me has elegido a mí para gastar tu glorioso tiempo.
- No te hagas falsas ideas. Todas las noches se lo pregunto a más de veinte chicas.
- ¿Y qué te responden?
- Pues la verdad es que no colaboran lo mas mínimo. Creo que todas las mujeres de este mundo han maquinado un complot en contra mía.
Ella continuaba riéndose, y yo no sabía si eso era bueno o malo. Durante unos minutos no dejé de decir tonterías, y ella no tardó mucho en preguntarme:
- ¿Me invitas a algo?.
- De acuerdo. ¿Qué te pido?, dije yo haciendo intención de ir hacia la barra.
Ella me miró a los ojos, y me dijo sensualmente:
- 7 minutos de pasión, por favor.
En ese momento me sentí paralizado. Miré a la barra y vi al camarero, un tipo alto con pelo largo y rubio y unos brazos enormes. Como le pida a éste “7 minutos de pasión”, se le pueden cruzar los cables y partirme la cara, pensé yo. Decidí que lo mejor era jugar el papel de triunfador. Le agarré la mano, y cruzamos la pista en dirección a la salida. Eramos Harrison Ford y Alisson Doody en Indiana Jones, atravesando la jungla, con el mismo calor, con las mismas moscas, con las mismas fieras acechando la codiciada presa. Cuando salimos la besé, y la volví a coger de la mano, y aceleramos el paso. Yo estaba encantado. Rocío era una chica de película, con títulos de créditos y banda sonora incorporados. Los dos subimos acelerados a mi apartamento, como si tuviéramos miedo a no llegar antes de que se acabase la película. No encendí la luz del salón, ni le ofrecí una copa, ni le enseñé los cuadros. Cuando aprieta, aprieta; no se puede perder el tiempo con estupideces. El sexo tiene que ser algo tan urgente y expeditivo como ir al Baño cuando te entran retortijones de estómago. En esos momentos es lo más importante, lo único, diría yo. El mayor problema con “7 meses” era su falta de pasión. Cuando nos poníamos en acción y le empezaba a bajar las bragas me decía “espera un momento”, y se levantaba para ir a la cocina, de donde traía una vela que encendía, y a continuación apagaba la luz. Volvíamos a la acción, y cuando la cosa se volvía a poner caliente, se levantaba otra vez para encender el aire acondicionado, o bajar la música, o subirla, o bajar las persianas. Así una y otra vez. Yo creo que conmigo nunca llegó al orgasmo, y a veces me resulta increíble que llegara yo. Con “7 horas” fue diferente. Digamos que con ella todo fue una diarrea sexual de principio a fin.
Pero Rocío era pasional. Cuando llegamos a la habitación, no dijo nada sobre velas, ni música, ni aire acondicionado. Sólo puso una condición, justo cuando acabábamos de desnudarnos.
- ¿No falta algo?
- ¿Qué?
- El despertador.
- ¿Te vas a quedar a dormir aquí?
- No. Me refiero a que quiero que lo programes para que suene dentro de 7 minutos. ¿No recuerdas?
Sorprendido le hice caso… y el amor. Recorrí su cuerpo con mis manos de arriba a abajo, saboreando el “sí” que durante tanto tiempo me fue negado, recreándome en mi nueva obra de arte, caliente, frágil, tierna, humana. Puse todo mi corazón en ello; toda esa ternura que tenía almacenada fue brotando de mí, suavemente, sin prisas, sin agobios, sin pausas. Durante más de media hora coqueteé con su divina perfección mientras el impertinente pitido del despertador no cesaba de sonar, como queriendo participar del amoroso juego. Luego se cansó y prefirió quedarse callado, contemplándonos con una sana envidia. Minutos más tarde me agarré a ella como se aferra un náufrago a una tabla de madera, esperando no hundirse. Me gustaba besar esos bonitos labios que no pronunciaron esa palabra de dos letras que le hacen sentir a un hombre un ser diminuto.
Más  tarde, en la bañera:
- ¿Que impresión te di en el primer instante?
- Que eras un estúpido.
- ¿Y después?.
- Que eras uno de los hombres mas guapos que he visto nunca.
- ¿Y ahora?.
- Ahora pienso que eres el estúpido más guapo que he visto en mi vida.
Me dio un beso muy tierno, y en ese justo momento pense que “7 minutos” era la mujer de mi vida.
Horas más tarde se marchó. La despedí con un beso, y cuando se marchaba escaleras abajo la llamé, y entré corriendo en mi habitación, de donde cogí un libro que se llamaba “Cómo elegir al perfecto marido”, escrito por dos psicólogos norteamericanos.
- ¿Y esto?.
- Léelo. Te gustará.
 Me guiñó un ojo y se fue. ¿Volveré a verla?. ¿Habrá sido esta la primera y última noche?. No lo sabía. Lo que sí  sabía es que en la subasta del amor las obras de arte no se compran con dinero. ¡Ojalá!. Durante una semana no hacía otra cosa que pensar en ella. Esa inquietud de no saber si volvería a verla me agobiaba, y me gustaba al mismo tiempo. Una semana sin concentrarme, de dudas, de espera. Quizás fuese un estúpido y un insensible, pero siempre he tenido muy claro que mi felicidad tiene que estar ligada a una mujer; un hombre solo no puede ser feliz desde mi punto de vista. Por suerte llamó al portero automático. Venía a devolverme el libro.
- Sube.
- De acuerdo. 5 minutos y me voy. Subió. Me besó. Me devolvió el libro, y la vida. Esa noche la volvió a pasar en mi cama. Parecía demasiado sencillo: una llamada al portero automático, le abro la puerta y sube. Hasta ese momento el procedimiento es el mismo que cuando te traen una pizza. (Esta era la mejor pizza que he comido nunca).
- ¿Te ha gustado el libro?.
- Sí. Mucho.
- ¿Qué es lo que más te ha atraído de él?.
- El dueño.
A continuación se deslizó bajo las sábanas hasta que llegó a las yemas de mis dedos, a los que besó uno a uno (inteligente y larga nuestra conversación de Literatura). Empezó a subir lentamente jugueteando con los pelos de mis piernas mientras me miraba con cara de cordero degollado. Apoyó su cabeza sobre mi estómago, mientras yo acariciaba su pelo con mis manos, sin hablar, sin mirarnos, sólo sintiendo. Ella se quedó dormida mientras yo pensaba que no de no haber ido a mi casa, en ese momento estaría en alguna discoteca, atrincherado por la multitud, aturdido por el volumen de la música, desolado por el rechazo de mis veinte mujeres diarias, o nocturnas más bien. Me encontraba feliz por haber conseguido eludir mi condición de moscón. Por eso, y por todo. Esa noche cuando se marchaba le di el “So natural” de Lisa Stanfield”. Lo cogió mientras me miraba con cara extrañada. La tercera noche le di “El perfume” de Patrick Suskind. Cada noche le daba algo diferente, y ella siempre me lo devolvía la siguiente vez que nos veíamos.
- ¿Por qué haces eso?.
- No lo sé.
- No mientas.
- De acuerdo, te diré la verdad. La primera noche que subiste a mi casa pensé que sería la última, y quería que tuvieras un recuerdo mío. Todavía sigo pensando que cada vez que te vas puede que sea la última noche que pasamos juntos.
Ella me miró tiernamente. No dijo nada. Supongo que en cierta manera ratificó esa idea que tenía de mí de persona débil. Durante mucho tiempo la seguí despidiendo con algunas de mis pertenencias, esperando que tarde o temprano se quedara con alguna. Semejante felicidad no puede durar toda la vida; no es que sea pesimista, sino realista. Paulatinamente sentí un cambio en mi interior. Nunca le dije que estaba enamorado de ella, aunque no hacía falta. Yo le di lo mejor de mí. Sin proponérselo supo arrancarme tan bonitos sentimientos que ni siquiera yo sabía que tenía, y se los entregué sin pedir nada a cambio. Me gustaba pasar horas y horas observándola. Era mi entretenimiento preferido. Y también me gustaba acariciarla, y tocar su sedoso pelo, y cogerle la mano, y olerla, y oír su delicada voz, y sobre todo, sentir, sentir su calor. Calor. Eso era ella, una chimenea de calor en un mundo frío, muy frío, helado. ¿Dónde estaba ella durante mis noches de soledad?. ¿Por qué tardó tanto en abrazarme, en darme esa dulzura que yo necesitaba?. Ojalá pudiera prolongar esa llama por mucho tiempo, por toda la vida. Por ello hubiera empeñado mis libros, mis discos, mi casa, mi perro, mi trabajo. 7 minutos me hizo ver lo bonito que puede ser la vida si la compartes con la persona que amas. Llegué a sentir pena de mí mismo cuando descubrí lo vacía que había sido mi existencia antes de conocerla. Entonces comprendí el significado de palabras como “insensible”, “estúpido”, “irresponsable” y la trágica soledad que significa no estar enamorado. ¿Y ella?. ¿Qué sentía?. ¿Qué aprendió?. ¿Que quería de mí?. ¿Sería el destino tan poco ético de hacer que yo perdiera la cabeza por alguien que no me correspondía?. Maldita sea la irresponsable decisión de quien creó este mundo de hacer del amor un sentimiento tan bonito y necesario como efímero. Y maldita sea la difícil carrera de obstáculos que tiene que saltar un hombre para encontrar a la mujer de su vida, y que esta misma mujer le encuentre a él. En este caso su belleza era el mayor obstáculo. Al principio salíamos al cine, al teatro, a las discotecas. Yo tenía asumido que la cosa no iba a durar mucho, y disfrutaba de la compañía de semejante belleza. Me sentía orgulloso cuando mis amigos ensalzaban sus encantos. Yo siempre he tenido fama de hombre atractivo, pero mi agradable físico  quedó eclipsado por su espectacular fisonomía. Tan espectacular como las Cataratas del Niágara, como la Estatua de la Libertad, como el gol de Maradona a Inglaterra en el Mundial de Méjico; tan espectacular como para hacerme sentir un monigote a su lado. Durante mucho tiempo soñé con salir con alguien así y cuando lo había conseguido no podía asimilarlo. Parecerá una tontería, pero una vez alcanzado el éxito me atormentaba no ser capaz de mantenerlo. Sufría viendo los lascivos rostros de cientos, miles, millones de hombres deseosos de arrebatarme a mi chica. Cada vez que les veía a ellos me veía a mí mismo antes de conocerla. Después de 8 meses saliendo con ella empezaba a sentir el legítimo derecho a considerarla como algo mío. Yo hubiera firmado gustosamente que 7 minutos no fuese tan bella, tan observada, tan deseada, a cambio de cierta sensación de estabilidad. Me había enamorada locamente de ella, de su personalidad, de su frescura y calor al mismo tiempo. Empecé a sentirme más a gusto cuando quedábamos directamente en mi casa. Durante varios meses, a diario, la pizza de la pasión llamaba al timbre de mi casa, caliente, tierna, apetitosa, dispuesta a ser comida. Allí encontré la felicidad horizontal en un paraíso de 1.80 por 1.20. Pero lo bueno no dura eternamente. Una noche me dio plantón en un pub donde habíamos quedado. Al parecer se había puesto enferma. Empecé a notar paulatinamente que algo empezaba a fallar. No sabía qué, pues tampoco ella era una persona de muchas palabras. Su segunda ausencia se produjo a los 15 días. Esta vez se había equivocado de sitio. Y dos días más tarde prefirió quedarse en casa preparando el examen del Carnet de Conducir. Como ya tenía la mosca detrás de la oreja, decidí llamar a su casa para comprobar si era verdad que estaba allí. Llamé a las 11 y no estaba. Y a las 11.30. Y a las 12. Y a la 1. Y tampoco cogió nadie el teléfono. Así que la esperé en la puerta de su casa, y alrededor de las 3 un coche se detuvo enfrente de mí. En el interior de él pude ver claramente a 7 minutos y un tipo que yo no conocía. Durante media hora estuvieron besándose. Yo no sabía cómo reaccionar, si montar el numerito o irme para casa. Al final ella se bajó del coche y entró en el portal, no sin antes despedirse de él con un saludo. Decidí darme un lento paseo para casa saboreando la amargura de un fin esperado, deseando no volver a verla. Pero se presentó en mi casa al día siguiente; había estado estudiando mucho la noche anterior (al parecer ahora se le llama así). En más de una ocasión me entraron ganas de descubrirla y decirle “cuatro cositas”, pero por otra parte no estaba preparado para vivir sin ella. Hay momentos en que es mejor estar mal acompañado que solo. Y durante un mes estuve conviviendo con la mentira, la hipocresía, el egoísmo, y lo que es peor, durmiendo con ellos. Después de algunas indagaciones, personas más o menos allegadas me chivaron que llevaba con ese tipo más de dos meses. Supongo que lo que le gustaba de él es que le permitiría compartir su belleza con el mundo, y quién sabe, quizás incluso le gustaría exhibirla. No lo sé, porque tampoco hablé con ella; no quería perder el tiempo. No conozco a una mujer que no le eche la culpa de sus infidelidades a su pareja. Me hubiera dicho que era demasiado bueno o demasiado malo, demasiado alegre o demasiado serio, demasiado esto o demasiado lo otro. Ese es el problema de los hombres, que somos demasiados. La mejor forma de cortar fue enfriar la relación. Falta de interés por mi parte, y otro tanto por la suya, y todo hecho. Durante tres meses pasé mañana y noche pensando qué había hecho mal. Después caí en la cuenta de que el único error que cometí (que no es poco) fue enamorarme.
Pero la vida no se detiene y a veces te trae sorpresas. Encontré un trabajo en la televisión local, dando las noticias. No era gran cosa, pero me sentí liberado cuando dejé mi rutinario trabajo de Correos. Empecé a sentir el significado de una palabra hasta ese momento desconocida para mí, “fama”. Yo no era Robert de Niro o Bill Cosby, pero mi rostro empezó a ganar popularidad, y con el paso del tiempo pasé a presentar programas de cada vez mayor duración. Mi estancia en la televisión me sirvió para darme cuenta de lo falsa que es la sociedad. A partir de ese momento todos mis defectos se convirtieron en virtudes, y me salieron amigos hasta debajo de las piedras. Y mujeres. Ya no tenía que preocuparme de conquistarlas, eran ellas quienes venían a mí, esperando compartir la fama, aspirar a ella, acostarse con ella. Yo por supuesto, no decía que no. No estaba dispuesto a renunciar a la etapa más loca de mi vida. Jamás me había imaginado que yo pudiese ser semejante Casanova. Estuve con toda clase de mujeres: jóvenes, maduras, rubias, morenas, pelirrojas, blancas, negras, de fresa, de limón, de chocolate. Todas se iban contentas, felices diría yo, de haber estado con alguien medianamente popular. Seguro que la mayoría no tardaban ni 24 horas en contárselo a sus amigas (a los maridos e hijos no creo, estaría feo). Es gracioso lo cerca que puede pasar un hombre del más absoluto anonimato a ser un sex- simbol. Por eso me río cuando sondean a las mujeres sobre su hombre perfecto. Al parecer buscan sinceridad, ternura, atención, fidelidad. No conozco ningún actor, deportista de elite o millonario que no reúna esas condiciones. Pero esa hipocresía de las mujeres me encantaba, sobre todo si las llevaba a mi cama. Muchas de ellas me decían si yo sentía algo. Por supuesto que sentía algo: agujetas. No es broma. El que nunca haya tenido agujetas en la cama no sabe lo que es hacer el amor. Llegué incluso a comentarle al médico de la compañía, que es amigo mío, que me diera de baja por unos días.
- ¿Por qué, qué te ocurre?.
- Agujetas. Me están matando.
- Eso no es motivo para darte de baja.
El que sabría; como estaba casado, ya se sabe, una vez a la semana si hay suerte. Yo creo que muchos matrimonios apuntan en su subconsciente las labores de la casa: de lunes a viernes llevar los niños al colegio, sábado por la mañana cortar el césped, por la noche hacer el amor, domingo ir al fútbol. Y me parece bien, porque son actividades demasiado importantes en la vida como para olvidarlas (me refiero a cortar el césped e ir al fútbol).
Jamás había tenido yo un comportamiento tan pasota como en esa época. Aún la recuerdo con cierta nostalgia. Yo vivía con mi amigo Carlos en una casa de dos plantas. A veces me viene a la mente la imagen de Fabio, un italiano amigo de Carlos que vino a pasar 3 semanas y al final se quedó 2 meses. Como no teníamos habitación para él, tenía que dormir en el sofá del comedor. Era un tipo agradable y simpático. Me gustaba oírle chapurrear en español, pero lo que más gracia me hacia de él era la cara que ponía cada noche cuando yo abría la puerta del comedor, siempre acompañado de una chica diferente, para darle las buenas noches antes de irme a la cama (no solo, por supuesto). La casa era toda de madera, y al parecer el movimiento de la cama se oía abajo. Cada mañana me despedía de él antes de ir al trabajo. Apenas intercambiábamos palabra alguna, pero su gesto lo decía todos. Apostaría que noche tras noche se hacía siempre la misma pregunta: ¿cómo lo hace para tener tanto éxito?. Creo que él también recordará esa época que pasó en España con mucho cariño (aunque me da la sensación que él no hizo demasiado ruido en el comedor). El único problema de esa etapa fue ese hábito que cogí de beber. Al principio me tomaba dos copas por noche, luego tres, y más tarde pasé a cuatro. Ultimamente perdía la cuenta, y la cabeza. Trabajo, copas y mujeres; esa era mi vida, loca y desenfrenada, pero genuina. Por aquellos entonces ni siquiera me paraba a pensar que algún día todo cambiaría. Pero el destino se encargó de recordármelo. Y no se le ocurrió mejor fecha que la noche en que el Real Madrid le ganó la final de la Copa de Europa a la  Juventus. Yo había bebido más de la cuenta, y cinco minutos después de que se acabara el partido me enzarcé en una pelea con otro individuo en la misma puerta del pub donde había visto el partido. Acabé en Urgencias, con una brecha en un brazo y un diente menos. A la mañana siguiente, antes de que me diera tiempo a recuperarme, recibí una llamada telefónica de mi madre. Colgué el teléfono. Me tumbé en la cama, sintiéndome vencido, y lo que es peor, sintiéndome muerto. De nuevo desolado, aplastado, sin vida, con frío. Dos días más tarde, una misa de media hora y un corto recorrido andando para estar en el momento del adiós me bastó para saber que mi vida debía de dar un giro radical. Se lo prometí a mi padre antes de “su último viaje”. He pasado etapas mejores o peores, pero nunca me he sentido tan perdido como en ese momento. No volví a trabajar en televisión; no me veía con la suficiente entereza. Me encerré en mi habitación, de la que apenas salía en todo el día. Me dediqué a pintar, mañana y noche, buscando una soledad que siempre había intentado evitar. Cualquier contacto con otras personas me horrorizaba y no imaginaba mejor compañía que la de mis propios cuadros, y si no fuera por ellos, creo que nunca hubiera escapado de ese pozo. Pero poco a poco empecé a salir de casa, tímidamente, y me permití el lujo de pasear, observar, oír, desear. Como uno más. Dispuesto y preparado para decir “presente” cuando la vida pasara lista cada mañana, con todos los deberes hechos, esperando aprobar y ser readmitido, con exámenes parciales día a día. Creo que alcancé cierta madurez que me ayudó mucho. Ahora puedo asegurar que “madurez” es el estado al que llega el hombre cuando se conforma con dormir, sin soñar. He vuelto a mi antiguo trabajo de Correos, del cual no debí haber salido nunca. Leo, estudio, escribo, y sigo pintando. E incluso he recobrado una cierta cordura, la de los cobardes, la  misma que me impedía corretear ante las vaquillas cuando era un crío. Me basta con observar cómo lo hacen los demás, aquellos que aún tengan fuerzas para ello. Yo prefiero reservar las pocas que aún me quedan, suficientes para soportar mi rutinaria vida y no pedir nada a cambio; tan sólo conservar mi trabajo de lunes a viernes, salir el sábado con los amigos a tomar una copa, e imaginar. Imaginar que aún hay una parte de mí que se rebela, que quiere luchar, que no tiene miedo, que está dispuesta a levantarse una y otra vez … que quiere reconvertirme en un estúpido irresponsable e insensible esperando una mujer que me libere del frío que me aprisiona, deseando que me engañe y me haga creer durante 7 minutos que aún estoy vivo.
¿Es mucho pedir?

* Francisco Rodríguez Criado. Escritor Extremeño. Web Personal . El Periódico de Extremadura.


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