miércoles, 23 de febrero de 2011

Álvarez Antivicio (José Manuel Domínguez Valcárcel)

 El inspector Álvarez escarba la cuenca de la nariz con su mano libre del volante, conforma con pericia una pelotilla húmeda y maleable que dispara a través de la ventanilla del vehículo en movimiento. Después pasa la lengua por su dentadura nicotinizada y succiona un trozo de hamburguesa barata del hueco de aquella muela que a veces se manifiesta con improvisadas descarga de puntiagudo dolor. Enciende otro cigarrillo. ¿Qué era lo que podía hacer?. ¿A cuanto estaba el gramo de argamasa para empastes?. ¿A cuanto la topología hurgante de una endodoncia? Todo eran gastos, y ahora la puta entrada del piso..., total para finalizar residiendo en un barrio de quinquis de tercera clase : Chorizos, camellos, timadores de poca monta...    
   Álvarez gateaba treinta días al mes en busca de la papelina de la roñosa nómina que no le llegaba ni para media dosis de vida decente.
   - ¡Qué asco! - Exclama en alto el inspector Álvarez.
   Costaba más la endodoncia de mierda esa que el maravilloso traje guateado color canela al que perseguía desde hacía tiempo como a un fugitivo. Incluso quedaba más vistoso, bonito, acomodado y aparente que el trajinero e invisible relleno de la muela, aunque ésta le recordase vastamente su presencia de cuando en vez.
   Pero, sobre todo, lo que más le jodía era la puta brigada esa de narcóticos. Toda la vida empapelando a traficantes indeseables trajeados al corte de sastres caros, corbatas de sedas, y unos piñones perfectamente alineados en su boca, con empastes de marfil, oro, platino o incrustaciones de diamante. En alguna cavidad de aquellas se almacenaban más metales y piedras preciosas que las que él podría regalarle en una vida de privaciones a su querida parienta.
   Pero el siempre había querido ser policía y estar en el lado malo, que es el del bien.
   - Se político, abogado, carpintero, fontanero... pero por favor... no seas policía como yo.- Le recriminaba su padre de pequeño.
   Sus otros dos hermanos habían hecho caso a los consejos de su padre y ahora no sufrían problemas dentales ni deontológicos.
   Álvarez prosigue con su lengua, a modo de ventosa, sobre aquella cavidad molar, con el fin de limpiarla completamente antes de que la carne se descomponga y sus fauces expelan un olor parecido al de la morgue, otro de los paraísos que había conocido en la brigada.
   - Así es la puta vida. Carroña.
   La muela le avisa de su presencia y en un reflejo autodefensivo Álvarez pega un brinco en el asiento y pisa más el acelerador.
   - ¡Álvarez!, que estamos llegando.- Le avisa su compañero.
   Álvarez, respingando, obedece.
   Su compañero es el inspector Vázquez, dueño de un manoseado traje de rebajas y de una dentadura necrosada.
   El procedimiento era siempre el mismo, se investiga exhaustivamente al sospechoso, se establecían sus relaciones, contactos, amistades, movimientos bancarios, propiedades. Se controlaban sus viajes, se intervenían sus teléfonos, se colocaban micrófonos en su vivienda y cuando, después de mucho tiempo y espera, ya había pruebas suficientes y un alijo de droga acababa de ser interceptado, se caía sobre el sospechoso por sorpresa. Éste normalmente se hallaba a la espera de noticias en una mansión de lujo, y el inspector Álvarez y el inspector Vázquez, perfectamente acompañados por unidades de refuerzo, accedían por las buenas o por las malas a la lujosa vivienda.
   - ¡Quietos todos! ¡Policía!
   Álvarez también filtraba las cintas grabadas en busca de alguna pista. Distinguía perfectamente las pisadas sobre la valiosa alfombra persa de Alcántara, el ruido que hace el whisky gran reserva cuando resbala por las paredes de un vaso, la aspiración de una raya de cocaína, el crujido de la piel noble de los sofás y el roce de la carne dura y joven de la fulana de turno contra el cuerpo del narcotraficante. Conocía a la perfección cada centímetro de sus imponentes casas, los despachos de las sociedades fantasma, el yate y los innumerables coches deportivos de último modelo.
   El sospechoso normalmente estaba medio desnudo porque estaba en la sauna, disfrutando de un baño de espuma o follando con la puta de ese momento, y Álvarez, irremediablemente, encañonaba al sospechoso en pelotas mientras se anudaba una toalla a la cintura.
   - ¿Qué están haciendo? ¿Tienen una orden? ¿Saben quién soy yo?
   El detenido continuaba, sorprendido y con estupor, con aquella sarta de monsergas vanamente intimidatorias.
   - Se han metido en un buen lío, amigos. ¡No me pongan las manos encima! ¡Quiero ver a mi abogado inmediatamente! Esto les va a costar la placa.
   El cogotudo Álvarez contemplaba impasible y con pasmo a aquella especie de pájaro de altos vuelos, divino e intocable, enfundándose torpemente los pantalones : Repeinado, bronceado, musculado, bien follado y cuidado... sin duda se trataba de algún ado mágico, y Álvarez miraba fijamente aquella impresionante dentadura blanca iluminando con reflejos de luz todo el recinto de la maravillosa casa. Es entonces cuando solía acordarse de su muela y extendía su puño, como un mazo, para impactar contra la boca del detenido, silenciándola y desparramando aquella sonrisa blanca por la habitación. Aquel era realmente un momento de dicha y plenitud absoluta, un orgasmo en los nudillos, un balance de cuentas ajustado a cero, un justificante a su ingrata labor en la brigada. Pero aquella actitud le había deparado no pocos problemas, sanciones y quebraderos de cabeza.
   - Es allí.- Señala el inspector Vázquez hacia una lujosa mansión.- Procura no perder los nervios esta vez, Álvarez. Estoy hasta las narices de pagar las consecuencias de tu retorcido genio.
   - No te preocupes
   Pero a Álvarez esta vez la muela le duele más que de costumbre, y espera encontrarse lo más pronto posible con la sonrisa del detenido para paliar de un zarpazo toda su desgracia dental y conseguir un momentáneo, indoloro y celestial momento de felicidad.

*José Manuel Domínguez Valcárcel. Escritor gallego

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