martes, 1 de marzo de 2011

El Alma de los juguetes (Rafael Orihuel Iranzo)

Me gustaban tus manos, me gustaba tu boca, me gustaban tus ojos grises irradiando una luz mítica y antigua. Me cautivaba tu aliento de lluvia y deseo, tu respiración lánguida y profunda, tu andar deliberadamente lento, el leve crujido de tus articulaciones al estirar los brazos para peinarte o colocarte la diadema.

Me volvían loco tus besos serenos y trabajosos, tus dedos demorándose largamente en mi cuerpo, la esmerada elaboración artesanal de tus caricias. Me conmovía la generosidad casi pródiga con que administrabas tu encanto, con que hilvanabas las palabras que brotaban de tus labios, el candor con que formulabas las promesas, los votos, las mentiras incluso, con que nos conjurábamos. Me gustaba preguntarme a mí mismo y maravillarme, como durante años me pregunté y me maravillé (pensando casi siempre en ti), por los insondables misterios de la belleza, me fascinaba la azarosa inmanencia, la suprema afección que destina a la belleza a morar en determinados seres escogidos, a quienes convierte en sus portadores, en sus caballeros del Grial, y me decía que ese esplendor sobradamente te justificaba, te eximía de cualquier moral, de cualquier absurda atadura.

Me gustaba oírte hablar de tus juegos de niña, de las muñecas que ocupaban tus horas de recreo, de aquella que fue tu favorita durante años, pese a su mutilación o precisamente a causa de esa mutilación, pues tu perro Duncan (también me gustaba oírte hablar de tu perro Duncan) le había arrancado y roído una pierna. Te imaginaba acariciando su cuerpo de goma, peinando sus cabellos de estropajo, presionando su pecho hasta oírla gemir, mimándola y arrullándola bajo el cálido embozo de tu cama blanca.

Me preguntabas por mis juegos y yo te hablaba de los seres que habitaban la geografía de lo que los mayores llamaban el cuarto de los niños: los indios de plástico, verdosos, de un tono acaso no casualmente aceitunado (me educaron en la doctrina de que a las tres razas principales se debía añadir esa cuarta raza, de título vegetal); y te hablaba de la exigua tropa azul gualda del séptimo de caballería, pertrechada para la batalla en el altillo del armario; de las delirantes arquitecturas que levantaba con mi mecano; de los coches de carreras adornados con calcomanías que impulsaba y hacía chocar friccionándolos contra las frías baldosas del suelo, pero que pronto se volvían inservibles, pues yo los desarbolaba, los troceaba caprichosamente como hacía con las muñecas que mis hermanas internaban como castigo en aquél cuarto, y que lentamente eran despedazadas y diseccionadas por mí, sus cabellos quemados, sus ojos expulsados de sus órbitas, sus dedos rígidos cuidadosamente amputados.

Te miraba, te tocaba, te besaba, nuestros cuerpos convergían en un calor atávico que diluía las tardes opacas, que creaba islas de amor en el océano hostil de nuestros dolorosos mundos. Invocábamos la luz, la eternidad, la unidad irrevocable de todo lo diverso, pero el misterio de tu belleza (una belleza acaso tributaria de designios ajenos), tu misterio, seguía sin desvelarse.

Qué extraños y complejos engranajes animaban tu sonrisa inmensa, qué visiones extáticas se escondían detrás del escenario de tu mirada, qué pigmento remoto teñía de oro el vello de tu piel rosada. Te convertiste en una obsesión, un enigma reclamando ser descifrado, una realidad necesitada de mi lunática vivisección. Y no me lo impediste, tu entrega fue irracional, absoluta, sin fisuras (siempre fuiste dadivosa y desprendida y no te excluiste a ti misma del ejercicio de esas cualidades).

Deberías haber gemido cuando la sangre inició su curso, protestar quizá, manifestar una sombra de disgusto en tu frente serena, pero tú te dejaste hacer, tu silencio fue cómplice, cooperador necesario de mi búsqueda, el fulgor rojo sobre las sábanas fue homenaje de ancestrales sacrificios. Dónde, dónde. Dónde anida el secreto de tanta belleza, me decía yo, mientras procedía a hurgar bajo tu piel, mientras me disponía a adentrarme en la amarga viscosidad de tus vísceras, a tomar tu corazón entre mis manos (aún caliente, aún contráctil, aún hermoso) y apretarlo sobre mi pecho, mientras ciegamente, obedeciendo a la voz implacable de mi delirio, procedía a reducirte a ínfimos pedazos, a descomponerte como tantas veces hice furtivamente en la quietud tenebrosa del cuarto de los niños, intentando encontrar el alma de los juguetes, intentando anticipar el improbable descubrimiento del secreto de tanta belleza; dónde, dónde guardas el misterio, te imploraba, te interpelaba, a ti o a la multiplicidad heterodoxa de tus fragmentos; dónde, dónde lo ocultas, gritaba fuera de mí, mientras al sustraerte el último soplo de vida que aleteaba en tu interior (el último latido, el último temblor de tu carne, el último eco de tu ya inútil nombre) te sentí, por fin, completa e irremediablemente mía.


* Rafael Orihuel Iranzo. Entrevista. Recopilación. Premio.

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